JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR
JUEVES SANTO DE LA CENA DEL SEÑOR
OFICIO DE LA
NOCHE
CARÁCTER DEL
OFICIO. — El oficio de Maitines y Laudes de los tres últimos días de la Semana
Santa difiere en muchas cosas del de los demás días del año. La Iglesia
suspende las aclamaciones de alegría y esperanza con que suele comenzar la
alabanza divina. Ya no se oye resonar en el templo el Domine labia mea aperies.
Señor abre mi boca para que te alabe; ni Deus in adiuiorium meum intende.
Señor, apresúrate a socorrerme; ni Gloria Patri al fin de los salmos, de los
cánticos y de los responsorios. Los oficios no conservan sino lo que les es
esencial en la forma y se han suprimido todas estas aspiraciones vivas que se
habían añadido al sucederse de los siglos.
EL NOMBRE. —
Dase vulgarmente el nombre de Tinieblas a los Maitines y Lardes de estos tres
últimos días de la Semana Santa, porque se los celebra muy de mañana, antes de
salir el sol.
EL
CANDELABRO. — Un rito imponente y misterioso, propio únicamente de estos
oficios confirma también este nombre. Se coloca en el presbiterio, cerca del
altar, un gran candelabro triangular sobre el cual se hallan quince velas.
Estas velas, así como las seis del altar, son de cera amarilla como en el
oficio de difuntos. Al fin de cada uno de los salmos o cánticos se va apagando
una vela del gran candelabro; sólo queda encendida la que se halla en la
extremidad del triángulo. Igualmente se apagan mientras el Benedictus las velas
del altar. Entonces toma un acólito la vela que quedó encendida en el
candelabro y la tiene apoyada sobre el altar mientras el coro canta la Antífona
que le sigue. Luego esconde la vela (sin apagarla) detrás del altar. La
mantiene así, oculta a las miradas, durante la recitación de la oración final
que sigue al Benedictus. Acabada esta oración, ya no se hace como antiguamente
se hacía al terminar este oficio.
EL
SIMBOLISMO DE LOS RITOS. — Expliquemos ahora el sentido de las diversas
ceremonias. Nos hallamos en los días, en que la gloria del Hijo de Dios es
eclipsada ante las ignominias de la Pasión. "Era la luz del mundo",
poderoso en obras y palabras, vitoreado poco ha por las aclamaciones de la
muchedumbre, pero vedle hoy despojado de toda grandeza, el hombre de dolores,
un leproso, como dice Isaías. "Un gusano de la tierra y no un
hombre", dice el Rey Profeta; "causa de escándalo para sus
discípulos", dice el mismo Jesús. Todos le abandonan: Pedro incluso llega
a negar que le ha conocido. Este abandono, esta defección casi general se halla
figurada por la extinción sucesiva de las velas del candelabro triangular y de
las del altar.
Sin embargo
de eso, la luz desconocida de Cristo no se apaga. Se coloca un momento la
candela sobre el altar. Está allí como Cristo en el Calvario donde padece y
muere. Para significar la sepultura de Jesús, se coloca la candela detrás del
altar; su luz no aparece más. Entonces un ruido confuso se deja oír en el
santuario. Este ruido expresa las convulsiones de la naturaleza en el momento
en que al expirar Jesucristo en la Cruz, tembló la tierra, se desquebrajaron
las rocas y se abrieron los sepulcros. Pero de repente aparece de nuevo la
candela sin haber perdido nada de su luz; el ruido cesa y todos adoran al
glorioso vencedor de la muerte.
LAS
LAMENTACIONES DE JEREMÍAS SOBRE JERUSALÉN. — Todas las lecciones del primer
nocturno de estos tres días están sacadas de las Lamentaciones de Jeremías. En
ellas se nos manifiesta el espectáculo desolador, que ofrece la ciudad de
Jerusalén, cuando sus habitantes fueron conducidos cautivos a Babilonia, en
castigo de su idolatría. La cólera de Dios se manifiesta en estas ruinas, que
Jeremías deplora con palabras tan verdaderas y terribles. Con todo eso este
desastre no es sino figura de otro más espantoso. Jerusalén tomada y asolada
por los Asirlos guarda por lo menos el nombre; y el Profeta, que se lamenta
ante sus muros anuncia que esta desolación no durará más de setenta años, pero
en su segunda ruina, la ciudad infiel pierde hasta su nombre. Reconstruida por
sus vencedores, lleva durante más de dos siglos el nombre de Ælia Capitalina; y
si con la paz de la Iglesia, se la llamó otra vez Jerusalén, esto no era un
homenaje a Judá, sino un recuerdo del Dios del Evangelio que Judá había
crucificado en esta ciudad. Ni la piedad de Santa Elena y de Constantino, ni
los valientes esfuerzos de los cruzados, no han podido conservar en Jerusalén
de un modo permanente ni la sombra de una ciudad secundaria. Su suerte es la de
permanecer esclava y esclava de los infieles hasta el fin del mundo. En estos
días precisamente se atrajo sobre sí la maldición: he aquí por qué la Iglesia,
para hacernos comprender la grandeza del crimen cometido, hace resonar en
nuestros oídos los llantos del Profeta que es el único que pudo igualar con sus
lamentaciones a los dolores. Esta emocionante elegía se canta de un modo muy
simple que se remonta a una gran antigüedad. Los nombres de las letras del
alfabeto hebreo, que dividen cada una de las estrofas, indican la forma
acróstica que contiene este poema en el original. Se cantan estas lamentaciones
porque los mismos judíos las cantaban.
OFICIO DE LA
MAÑANA
LA
PREPARACIÓN DE LA PASCUA. — Este día es el primero de los ácimos. A la puesta
del sol los judíos tienen que comer la Pascua en Jerusalén. Jesús aún está en
Betania, pero entrará en la ciudad antes de comenzar la cena pascual; así lo
manda la Ley; y Jesús quiere observarla escrupulosamente hasta que la abrogue
con la efusión de su sangre. Por lo cual envía a Jerusalén a dos de sus
discípulos para que preparen el convite legal, sin darles a conocer de qué modo
concluirá. Nosotros que conocemos ya este misterio cuya institución se remonta
a esta última cena, comprendemos bien por qué escogió Jesús con preferencia, en
esta ocasión, a Pedro y Juan para que cumpliesen sus intenciones. Pedro aquel
fue el primero en confesar la divinidad de Cris-to, representa la fe; y Juan
que inclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús, representa el amor. El misterio
que se va a promulgar en la cena de; esta tarde, se revela el amor por la fe;
tal es la enseñanza que nos da Jesucristo al escoger a estos dos apóstoles;
pero éstos no podían penetrar las intenciones del corazón de su divino Maestro.
EL CENÁCULO.
— Jesús que sabía todo, les indica el medio de conocer la casa a la cual va a
honrar hoy con su presencia. No tendrán más que seguir a un hombre, que lleva
un cántaro de agua sobre la cabeza. La casa en que entra este hombre la habita
un judío opulento que reconoce la misión celeste de Jesús. Los dos discípulos
propusieron a esta persona las intenciones de su Maestro; y al momento les
mostró una gran sala bien aderezada. En efecto, convenía ' que no fuese un
lugar cualquiera el que había de servir para la celebración del más augusto
misterio. Esta sala, en la cual había de suceder la realidad a las figuras era
muy superior al templo de Jerusalén. En su recinto había de levantarse el
primer altar. Allí se ofrecería "la oblación pura", que había sido
anunciada por el Profeta'.
En este
mismo lugar comenzará el sacerdocio cristiano unas horas más tarde. Allí, en
fin, cincuenta días más tarde la Iglesia de Cristo, reunida y visitada por el
Espíritu Santo, había de anunciarse al mundo y promulgar la nueva y universal
alianza de Dios con los hombres. Este santuario de nuestra fe no ha sido
borrado de la tierra; su asiento se encuentra para siempre señalado en el monte
Sión.
Jesús ha
vuelto a Jerusalén con sus discípulos. Todo lo ha encontrado preparado. El
Cordero Pascual, después de haberle presentado en el templo, ha sido conducido
al cenáculo; se le prepara para la cena legal; los panes ácimos con las hierbas
amargas son presentadas a los comensales. Pronto, alrededor de una misma mesa,
de pie, con la cintura ceñida, el bastón en la mano, el Maestro y sus
discípulos cumplirán por última vez el solemne rito, que les había prescrito
Dios a la salida de Egipto.
LAS
CEREMONIAS DE ESTE DÍA. — Pero esperemos la hora de la Santa Misa para tomar de
nuevo esta narración, y recorramos antes en detalle las numerosas ceremonias,
que darán carácter peculiar a este día. En primer lugar nos encontramos, con la
reconciliación de los Penitentes. Hoy no es más que un mero recuerdo pero es
interesante el describirla para dar de este modo un complemento necesario a la
liturgia de Cuaresma. Viene después la Consagración de los Santos Oleos. Sólo
tiene lugar en las iglesias catedrales, pero interesa a todos los fieles.
Después de haber expuesto sumariamente estos ritos, trataremos de la Misa de
hoy.
LA
RECONCILIACION DE LOS PENITENTES
Antiguamente
se celebraban hoy tres misas solemnes, a la primera de las cuales precedía la
absolución de los Penitentes públicos y su reintegración en la Iglesia. La
reconciliación tenía lugar de este modo. Se presentaban a la puerta de la
Iglesia con vestidos de penitencia, descalzos, y con la barba y los cabellos
largos, porque los habían dejado crecer desde el día que se les impuso la
penitencia, en Miércoles de ceniza. El obispo recitaba los siete Salmos
Penitenciales y a continuación las Letanías de los Santos. Durante estas
oraciones, los penitentes estaban postrados en el pórtico sin traspasar el
umbral de la puerta de la Iglesia. Tres veces durante las Letanías, el obispo
mandaba a algunos de los clérigos para que les llevasen palabras de esperanza y
de consuelo. La primera vez dos diáconos iban a decirles: "Vivo yo, dice
el Señor, no quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva." La
segunda vez otros dos subdiáconos les hacían esta advertencia: "Dice el
Señor: Haced penitencia porque el reino de Dios está cerca."
Finalmente
el diácono les llevaba el tercer mensaje: "Levantad el rostro, pues se
acerca vuestra redención."
Después de estos
avisos que anunciaban la inminencia del perdón, el obispo salía del santuario y
descendía hasta el centro de la nave principal; en este lugar se le había
preparado un asiento vuelto hacia el umbral de la puerta de la Iglesia, donde
los penitentes continuaban postrados. Sentado el Pontífice el arcediano le
dirigía este discurso:
"Venerable
Pontífice: He aquí el tiempo favorable, los días en que Dios se apiada, el
hombre se salva, se destruye la muerte y comienza la vida. Este es el tiempo en
que nacen nuevas plantas en la viña del Señor de los ejércitos, para reemplazar
a las degeneradas. Y aunque no hay día en que Dios no derrame sobre los hombres
su bondad y misericordia, con todo eso, hoy la gracia de Cristo es más
abundante para la remisión de los pecados en los que reciben un nuevo
nacimiento. El número de los nuestros aumenta por los recién nacidos y por
aquellos que, habiéndose apartado vuelven otra vez a nuestra compañía. Si hay
un baño puriflcador hay otro no menos eficaz: El de las lágrimas. Por tanto se
presenta un doble motivo de alegría para la Iglesia: El alistamiento de los que
han sido llamados y la absolución de los que vuelven por el arrepentimiento. He
aquí a tus servidores, que, habiendo olvidado los mandamientos del cielo y la
ley de las santas costumbres^ habían caído en diversos delitos: helos aquí
humillados y postrados. Invocan al Señor con el Profeta, diciendo: "Hemos
pecado, hemos obrado inicuamente; ten piedad de nosotros, Señor." Han
esperado con entera con-" fianza en aquellas palabras del Evangelio:
"Bienaventurados los que lloran porque serán consolados." Han -
comido, como está escrito, el pan del dolor; han bañado el lecho con sus
lágrimas; han mortificado su corazón con el dolor y su cuerpo con el ayuno:
para recobrar la salud del alma. La penitencia es una; pero está a la
disposición de todos los que quieren acudir a ella."
El Obispo se
levantaba y se acercaba a los catecúmenos. Les dirigía una exhortación sobre la
misericordia divina y les enseñaba cómo debían vivir en adelante. Después les
decía: "Venid, hijos míos, escuchadme; yo os enseñaré el temor de
Dios." El coro cantaba esta antífona sacada del Salmo XXXIII:
"Acercaos al Señor y Él os iluminará; y no seréis confundidos." Los
penitentes, levantándose de la tierra iban a postrarse a los pies del
Pontífice; el arcediano le dirigía esta súplica. "Devolvedles, Pontífice
apostólico, todo lo que han destruido en ellos las sugestiones diabólicas;
haced que estos hombres se acerquen a Dios por la eficacia de vuestras oraciones,
y por la gracia de la reconciliación divina. Hasta ahora eran culpables; pero
de ahora en adelante, después de haber triunfado del autor de su muerte, se
regocijarán sirviendo a Dios en la tierra de los vivientes."
El Obispo
respondía: "¿Pero sabes si son dignos de ser reconciliados?"
Y después
que el Arcediano había respondido: "Yo sé y atestiguo que son dignos"
un diácono les mandaba que se levantase. Entonces el obispo tomaba uno de ellos
por la mano; éste se la ofrecía al siguiente y sucesivamente todos los demás
penitentes unidos del mismo modo se dirigían a la cátedra del Obispo, colocada
en el centro de la nave. Durante este tiempo se cantaba esta antífona: "Yo
os digo que aun los ángeles del cielo se regocijan por un solo pecador que hace
penitencia"; y esta otra: "Alégrate, hijo mío; porque tu hermano
había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido encontrado." El
Obispo, tomando la palabra en el tono solemne del Prefacio se dirigía a Dios de
este modo:
"Es
justo darte gracias, Señor Santo, Dios Omnipotente, Padre Eterno por Jesucristo
Nuestro Señor, a quien has concedido en el tiempo un nacimiento inefable para
pagar la deuda que habíamos contraído en Adán, destruir nuestra muerte con la
suya, recibir en su cuerpo nuestras heridas y lavar nuestras manchas con su
sangre, de modo que los que habíamos caído por la envidia del antiguo enemigo
pudiésemos volver a la vida por la misericordia del Salvador. Por El, Señor, te
suplicamos olvides los pecados de otros, ya que nosotros no somos dignos de
suplicarte por los nuestros. Acuérdate, Señor misericordiosísimo, de estos
hombres separados de Ti por sus pecados. Tú, Señor, no rechazaste la
humillación de Acab: pero suspendiste la venganza que merecían sus crímenes
para que se arrepintiese dignamente. Tú escuchaste las lágrimas de Pedro y al
punto le confiaste las llaves del reino de los cielos. Dígnate, Señor
misericordioso, acoger favorablemente a estos tus siervos que son el objeto de
nuestras súplicas; condúcelos por el camino de tu Iglesia para que no triunfe
más sobre ellos el enemigo; antes bien, que tu Hijo los purifique de sus
pecados, qüe se digne admitirlos al festín de esta santísima Cena, que los
alimente con su carne y sangre y que después de esta vida los lleve a la vida
eterna."
Después de
esta Oración, todos los asistentes, clérigos y laicos, se postraban con los
penitentes ante la majestad divina y recitaban los tres Salmos que comienzan
por la palabra Miserere. El Obispo se levantaba luego y pronunciaba sobre los
penitentes, qüe aun permanecían echados en tierra, así como todos los
asistentes, seis oraciones solemnes de las cuales damos aquí los principales
trozos:
"Escucha
nuestros ruegos, Señor, y aunque yo esté necesitado más que ningún otro de tu
misericordia, con todo eso dígnate escucharme. Tú me has dado, no por mis
méritos, sino por el don de tu gracia, tu ministerio en esta obra de
reconciliación; dame la confianza necesaria para cumplirla y obra tú mismo en
mi ministrio que es tuyo. Tú has devuelto al redil la oveja descarriada; Tú,
que escuchaste la oración del publicano, devuelve la vida a estos tus siervos,
puesto que no quieres su muerte. Tú, cuya bondad nos sigue cuando nos apartamos
de ti, acoge en tu servicio a los ya arrepentidos. Apiádate de sus suspiros y
lágrimas; cura sus heridas y alárgales tu mano salvadora. No permitas que tu
Iglesia sufra la menor pérdida en ninguno de sus miembros, que tus seguidores
sufran detrimento; que el enemigo se alegre de los daños de tu familia; que la
segunda muerte devore a los que habían nacido de nuevo en el baño sagrado.
Perdona, Señor, a estos hombres que confiesan sus pecados; que no caigan en las
penas que dará la sentencia del juicio futuro; que ignoren el horror de las
tinieblas y el chisporroteo de las llamas. Sacados del camino del error y
entrados en el de la justicia, no reciban en adelante nuevas heridas; sino que,
la integridad del alma que habían recibido y que había reparado tu misericordia
permanezca en ellos para siempre. Han macerado su cuerpo y se han dado a la
penitencia; devuélveles el manto nupcial y permíteles se sienten de nuevo en el
festín real, del cual habían sido excluidos."
Después de
estas oraciones el Obispo extendiendo la mano sobre los penitentes, los
reintegraba con esta fórmula:
"Jesucristo,
nuestro Señor, que se ha dignado borrar todos los pecados del mundo,
entregándose a la muerte y derramando su sangre purísima por nosotros; y que
dijo a sus discípulos: "Todo lo que atareis sobre la tierra, será atado en
el cielo, y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el
cielo"; que ha tenido a bien admitirme, aunque indigno, entre los
depositarios de su poder, se digne, por la intercesión de María, Madre de Dios,
del bienaventurado Arcángel San Miguel, del Apóstol San Pedro, a quien se dió el
poder de atar o desatar, de todos los santos y por mi ministerio absolveros por
los méritos de su sangre derramada por la remisión de los pecados, todo lo que
habéis faltado en pensamientos, palabras y obras y que después de desatar las
cadenas de vuestros pecados os lleve a la vida eterna. Por J. C. N. S. que vive
y reina en unión con el Padre y Espíritu Santo por los siglos de los
siglos." Amén.
El Obispo se
acercaba después a los penitentes que se hallaban postrados; les rociaba con
agua bendita y les incensaba.
Finalmente
les decía como despedida estas palabras del Apóstol: "Levantaos los que
dormís y salid de entre los muertos y Cristo os iluminará." Entonces se
levantaban los penitentes y, como señal de la alegría que experimentaban de
verse reconciliados con Dios, se apresuraban a deponer su vestido exterior y
descuidado y a revestirse de hábitos decentes para acercase a la mesa del Señor
con los demás fieles '.
LA BENDICION
DE LOS SANTOS OLEOS
La segunda
misa que se celebraba el Jueves Santo en la antigüedad iba acompañada de la
consagración de los Santos Oleos, rito anual y que requiere siempre el
ministerio del Obispo como consagrante. Esta importante ceremonia se verifica
ahora en la única misa que se celebra hoy por la mañana en las catedrales. No
siendo, pues, esta ceremonia común a todas las iglesias, no daremos aquí todos
su detalles; con todo eso, no queremos privar a nuestros lectores de la
instrucción que pueden sacar del misterio de los Santos Oleos. La fe nos
enseña, que si somos regenerados por el agua, somos confirmados y fortificados
por el óleo consagrado; en fin, el óleo es uno de los principales elementos que
el autor divino de los Sacramentos ha escogido para justificar y a la vez obrar
la gracia en nuestras almas.
La Iglesia
ha fijado desde muy antiguo este día, cada año, para renovar los Santos Oleos,
cuya virtud es tan grande en sus diferentes formas; porque se acerca el momento
en que debe hacer uso en los neófitos que ahí hará en la noche pascual. A todos
los fieles importa el conocer detalladamente la doctrina sagrada de tan
admirable elemento y nosotros la explicaremos aquí brevemente a fin de excitar
su reconocimiento hacia el Salvador, que ha llamado a las criaturas visibles a
servir en las obras de su gracia y les ha dado, por su sangre, la virtud
sacramental, que en adelante residirá en ellas.
OLEO DE LOS
ENFERMOS. — El primero de los Santos Oleos que recibe la bendición del Obispo,
es el llamado "Oleo de los enfermos” que es la materia de la
Extremaunción. Borra las reliquias del pecado en el cristiano moribundo, le
fortifica en su último combate, y, por la virtud sobrenatural que posee, le
devuelve a veces la salud del cuerpo. En la antigüedad, la bendición de este
óleo no se había fijado en el día del Jueves Santo, sino que podía ser otro día
cualquiera, porque su uso, por decirlo así, es continuo. Más tarde se aplazó
esta bendición al día en que se consagraban los otros dos óleos por la igualdad
del elemento que les es común. Los fieles deben asistir con recogimiento a la consagración
de este óleo que ungirá sus desfallecidos miembros y purificará sus sentidos.
Que piensen en su hora postrera y bendigan la inagotable bondad del Salvador,
cuya sangre corre tan abundante con este precioso licor".
EL SANTO
CRISMA. — El más noble de los Santos Oleos es el Crisma; su consagración
reviste mayor solemnidad. Por el Crisma, el Espíritu Santo imprime su sello
inefable sobre el cristiano, miembro ya de Cristo por el Bautismo. El agua nos
da la vida; pero el óleo nos confiere la fuerza y hasta que no hayamos recibido
la unción no poseemos aún la perfección del carácter de cristiano. Ungido con
este óleo, el fiel se convierte en miembro del Hombre-Dios, cuyo nombre,
Cristo, significa la unción que recibió como Rey y como Pontífice, Esta consagración
del cristiano por el Crisma está de tal suerte en el espíritu de nuestros
misterios que al salir de la pila bautismal, antes de ser admitido a la
Confirmación, el neófito recibe sobre su cabeza la primera unción, aunque no
sacramental, de este óleo regio, para indicarle que participa ya de la realeza
de Jesucristo.
Para
expresar con signo sensible la alta dignidad del santo Crisma, la tradición
apostólica manda que el Obispo mezcle en él bálsamo, que representa lo que el
Apóstol llama "el buen olor de Cristo" , de quien está escrito
también; "corremos tras el olor de sus perfumes". La rareza y el alto
precio de los perfumes de Oriente, ha obligado a la Iglesia a emplear el
bálsamo sólo en la confección del Santo Crisma; la Iglesia Oriental más favorecida
por el clima y los productos de las regiones en que mora, emplea en su
composición hasta treinta y tres clases de perfumes, de suerte que condensados
con el Santo Oleo forman una especie de ungüento de un olor delicioso. El Santo
Crisma, además de su uso sacramental en la Confirmación, y del que la Iglesia
hace en los nuevos bautizados, es usado para la unción de la cabeza y las manos
en la consagración de los Obispos; para la consagración de cálices, altares,
bendición de campanas, en fin, en la dedicación de las Iglesias, en las que el
Obispo unge las doce cruces que atestiguarán a las edades futuras la gloria de
la casa de Dios.
EL OLEO DE
LOS CATECÚMENOS. — El tercero de los Santos Oleos es el llamado de los
Catecúmenos. Aunque no es materia de algún sacramento, con todo eso también es
de institución apostólica. Se usa en las ceremonias del Bautismo para las
unciones que se hacen al Catecúmeno, en el pecho y en las espaldas, antes de la
inmersión o infusión en el agua. Se emplea también en la ordenación de los
presbíteros para la unción de las manos y para la consagración de reyes y
reinas.
Tales son
las nociones que el fiel debe tener para darse una idea de la función que
tendrá el Obispo en la misa de la mañana de hoy, en la que, como canta
Fortunato en el himno que indicaremos en seguida, salda su deuda obrando esta
triple bendición que sólo puede venir de él.
EL RITO
LITÚRGICO. — La Iglesia despliega en esta circunstancia una ceremonia
desacostumbrada. Doce Presbíteros revestidos de casulla, siete diáconos y siete
subdiáconos, todos revestidos con los ornamentos propios de sus órdenes, asisten
a la función. El Pontifical romano nos enseña que asisten los doce sacerdotes
para ser testigos y cooperadores del Santo Crisma. La misa comienza y continúa
con los ritos propios para este día; pero antes de comenzar la Oración
Dominical, el obispo deja inacabada la oración del Canon que la precede, y baja
del altar y se dirige a la silla que se le ha preparado, junto a una mesa sobre
la que se halla la ampolla llena del Oleo que servirá para ungir a los
moribundos. Preludia esta bendición pronunciando los exorcismos sobre el óleo,
para alejar de él toda influencia de espíritus malignos, que guiados por el
odio que tienen al hombre, buscan el infectar los elementos naturales; después
le bendice con estas palabras:
"Envía,
Señor, de lo alto del cielo, tu Espíritu Santo Paráclito a este óleo que te has
dignado producir de un árbol fecundo para alivio del alma y del cuerpo; tu
bendición sea medicamento celestial que nos proteja y que aleje todos los
dblores y todas las enfermedades del alma y del cuerpo; ya que ungiste a los
sacerdotes, a los reyes, a los profetas y a los mártires. Sea, Señor, una
unción perfecta que tú has bendecido para nosotros y que permanezca en nuestros
corazones. En el nombre de nuestro Señor Jesucristo."
Después de
esta bendición el subdiácono, que había traído la ampolla, vuelve a llevarla
con respeto y dignidad; y el Pontífice vuelve al altar para consumar el
sacrificio. Terminada la distribución de la comunión al clero, vuelve otra vez
a la silla preparada junto a la mesa. Los doce sacerdotes, los siete diáconos y
los siete subdiáconos vuelven al lugar donde se han depositado las otras dos
ampollas. La una, contiene el óleo que será el Crisma de la salud, y la otra el
licor que servirá como Oleo de los Catecúmenos. En el mismo momento reaparece
el cortejo y avanza hacia el Pontífice. Cada ampolla la lleva un diácono;
mientras que un subdiácono lleva el vaso que encierra el bálsamo. El obispo
bendice, en primer lugar el bálsamo, al que en la oración llama "lágrima
olorosa salida de la corteza de una rama fructífera para convertirse en perfume
sacerdotal". Después da comienzo a la bendición del Oleo del Crisma
aspirando tres veces sobre él en forma de Cruz. Los doce sacerdotes hacen
alternativamente la misma insuflación, cuyo primer ejemplo vemos en el
Evangelio. Significa la virtud del Espíritu Santo, figurado por el aliento, a
causa de su nombre "espíritu" que pronto hará de este Oleo un
instrumento de su divino poder. Pero antes el obispo pronuncia sobre él los
exorcismos; y después de haber preparado esta sustancia para recibir la acción
de la gracia de lo alto, canta la dignidad del Santo Crisma en este magnífico
Prefacio que se remonta a los primeros siglos de nuestra fe.
"En
verdad es justo y equitativo que en todo tiempo y lugar, te demos gracias,
Señor Santo, Padre omnipotente, Dios eterno. En el principio de la creación
entre otros dones de tu bondad hiciste producir a la tierra los árboles y entre
ellos el olivo, que nos proporciona este precioso licor, que había de servir
para el Santo Crisma. David con espíritu profético, previendo los Sacramentos
de tu gracia, cantó en sus salmos al óleo que había de devolvernos la alegría,
y cuando los crímenes del mundo fueron expiados por el diluvio, la paloma vino
a anunciar la paz de vuelta a la tierra, trayendo una rama de olivo, símbolo de
la gracia futura. Esta llega a ser realidad hoy, en estos últimos tiempos, en
que, después de borrados todos nuestros pecados por el agua del Bautismo, la
unción del óleo viene a darnos serena alegría. Por lo mismo ordenaste también a
tu siervo Moisés, después de haber purificado a su hermano Aarón con el agua,
consagrarle sacerdote con la unción del Oleo. Pero aún mayor honor recibió
cuando tu hijo Jesucristo, nuestro Señor, pidió a Juan le bautizara en las
aguas del Jordán y enviaste sobre su cabeza el Espíritu Santo en figura de
paloma, señalando así a tu Unigénito Hijo, en quien declaraste, por una voz que
se dejó oír, tenías puestas todas tus complacencias. De este modo hiciste saber
que era quien, según el Profeta David, debía recibir la unción del óleo de
alegría entre todos los hombres. Te suplicamos, pues, Señor santo, Dios Eterno,
por el mismo Jesucristo tu Hijo y Señor nuestro, te dignes santificar con tu
bendición este óleo y colmarlo de la virtud del Espíritu Santo por el Poder de
Cristo, tu Hijo, de cuyo santo nombre ha tomado el suyo el Crisma, con el cual
consagraste Sacerdotes y Reyes, Profetas y Mártires. Confirma, por tanto, en el
sacramento de la salud y vida perfecta, mediante Crisma, a los que han de
renacer por el baño espiritual del Bautismo, para que, por la unción
santificadora quede aniquilada la corrupción del primer nacimiento, el santo
templo, que es cada uno, exhale la fragancia de una vida pura, y, conforme a
las condiciones por Ti establecidas en este misterio, reciban en él la dignidad
de reyes, de sacerdotes y de profetas y sean revestidos de la inmortalidad.
Haz, finalmente, que este óleo sea para los que renacieren del agua y del
Espíritu Santo, un Crisma de salud que los haga partícipes de la gloria
celeste."
El
Pontífice, después de estas palabras toma el bálsamo que ha mezclado de
antemano en una patena y vertiendo esta mezcla en la ampolla acaba la
consagración del Santo Crisma. Inmediatamente, para honrar al Espíritu Santo
que debe obrar por este óleo sacramental, saluda a la ampolla que lo contiene
diciendo "Santo Crisma, yo te saludo". Los doce sacerdotes siguen el
ejemplo del pontífice quienes proceden inmediatamente a la bendición del Óleo
de los Catecúmenos.
Después de
las insuflaciones y exorcismos que tienen lugar como para el Santo Crisma, el
Obispo se dirige a Dios con esta Oración:
"Oh
Dios, remunerador de todos los esfuerzos y progresos de las almas, que por la
virtud del Espíritu Santo, confirmas los gérmenes que hay en ellas, te rogamos,
Señor, envíes tu bendición a este Oleo y a los que vienen al baño de la feliz
generación, les des polla unción de esta creatura, la purificación de alma y
cuerpo, de modo que si les hubieren impreso algunas manchas los espíritus
malos, se disipen al contacto del óleo santificante; que no deje ningún lugar a
los espíritus malos, ninguna facultad a su poder, ninguna libertad para sus
pérfidas asechanzas; sino que a los siervos que vienen a la fe y que deben ser
lavados por obra del Espíritu Santo les sea esta unción útil; que les disponga
para la salud, que obtendrán en la natividad de la regeneración celeste en el
Sacramento del Bautismo. Por Jesucristo nuestro Señor que vendrá a juzgar a los
vivos y los muertos y destruir al mundo por el fuego."
El Obispo
saluda a la ampolla que contiene el óleo a quien acaba de conferir tan altas
prerrogativas diciendo "Oleo Santo, yo te saludo". Los doce
sacerdotes le imitan. Después que dos diáconos han cogido el uno el Santo
Crisma y el otro el Óleo de los Catecúmenos, el cortejo se pone en marcha para
llevar las dos ampollas a un lugar digno en que deben guardarse. Están, junto
con el Óleo de los enfermos, cubiertas con un paño de seda, blanco para el
Santo Crisma, verde para el de los Catecúmenos y morado para el de los
enfermos.
Aquí están
resumidos los detalles de esta importante ceremonia, mas, con todo eso no
queremos privar al lector del hermoso himno compuesto por Venancio Fortunato,
Obispo de Poitiers, siglo vi, y cuyas majestuosas estrofas, tomadas por la
Iglesia romana de la antigua liturgia galicana acompañan la llegada y retorno
de las santas ampollas.
HIMNO
Oh Redentor,
recibe los cánticos del coro que te alaba.
El coro
repite: Oh Redentor...
Juez de los
muertos, única esperanza de los mortales, oye las voces de los que se adelantan
llevando el jugo del olivo, símbolo de la paz. Oh Redentor...
Un árbol
fértil, bajo un sol fecundo lo produjo, para que fuera consagrado; este cortejo
viene humildemente a ofrecerlo al Salvador del mundo. Oh Redentor...
De pie ante
el altar ofreciendo oraciones, el pontífice revestido de sagrados ornamentos,
paga su deuda anual consagrando el Crisma. Oh Redentor...
Dígnate
bendecir, oh Rey de la patria eterna, este óleo, símbolo de la vida,
instrumento de la victoria contra los demonios. Oh Redentor...
La unción
del Crisma renueva ambos sexos, restablece al hombre en su dignidad violada. Oh
Redentor...
Cuando el
alma es lavada en la fuente sagrada huye de ella el pecado; cuando se unge la
frente con el óleo santo, descienden sobre ella los dones divinos. Oh
Redentor...
Tú, que
salido del seno del Padre, habitaste en el seno de la Virgen, conserva en la
luz y preserva de la muerte a quienes por el mismo Cristo han sido ungidos. Oh
Redentor...
Sea para
nosotros este día como una fiesta, sea un día santo y glorioso y su recuerdo
perdure resistiendo al tiempo. Oh Redentor...
MISA
QUE SOLO PUEDE SER
OFICIADA SEGÚN LAS RÚBRICAS DE LA IGLESIA, QUE CONDENAN EL ACCIONAR IRREGULAR Y
ACATÓLICO DE CONCILIARES DEL VATICANO II, THUCISTAS Y LEFEBVRISTAS
Proponiéndose
hoy la Santa Iglesia renovar con una solemnidad especial, la acción del
Salvador en la última Cena, según el precepto dado a los Apóstoles: "Haced
esto en memoria mía", vamos a tomar el relato evangélico que hemos
interrumpido en el momento en que Jesús entraba en la sala del festín pascual.
LA PASCUA
JUDÍA. — Ha llegado de Betania; todos los Apóstoles están presentes, aun el
mismo Judas, que guarda su secreto. Jesús toma asiento en la mesa sobre la que
está el cordero preparado; los discípulos se sientan con El; se observan
fielmente los ritos que el Señor prescribió a Moisés siguiese su pueblo. Al
principio de la cena, Jesús toma la palabra y dice a sus Apóstoles:
"Ardientemente he deseado comer con vosotros esta Pascua antes de mi
pasión." Hablaba de este modo, no porque esta Pascua llevase ventaja a las
de los años anteriores, sino porque tendría ocasión de instituir la Pascua
nueva que amorosamente había preparado a los hombres; pues habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo, dice San Juan, los amó hasta el fin" '.
Durante la
comida, Jesús, para quien no había nada oculto en los corazones, profirió estas
palabras que dejaron mudos de estupor a los discípulos: "En verdad os digo
que uno de vosotros me traicionará; sí, uno de los que meten, en este momento,
la mano en el plato conmigo es mi traidor." ¡Qué amargura encierra esta
queja! ¡Cuánta misericordia para el culpable, que conocía la bondad de su
Maestro! Jesús le abría la puerta del perdón, pero él no se aprovecha de ella.
¡Tanta era la pasión que le había dominado que él quería satisfacer con su
infame venta! Se atreve a decir como los demás: ¿Soy yo, Señor? Jesús le
responde en voz baja, para no comprometerle ante sus hermanos: "Sí, tú
eres; tú lo has dicho." Judas no se rinde; se queda tranquilo y espera la
hora de la traición. Los convidados, según el uso oriental, se colocaban de dos
en dos sobre unos lechos de madera, preparados, por la munificencia del
discípulo que presta su casa al Salvador, para esta última Cena. Juan, el
discípulo amado, está al lado de Jesús, de suerte que puede en su tierna
familiaridad, apoyar su cabeza sobre el pecho de su Maestro. Pedro, sentado en
el lecho vecino, junto al Señor, que se halla así, entre los dos discípulos que
había enviado por la mañana para preparar todas las cosas y que representan, el
uno la fe y el otro el amor. La cena fue triste. Los discípulos estaban
inquietos por la confidencia que les había hecho Jesús; se comprende que el
alma de Juan tuviese necesidad de desahogarse con el Salvador, por las tiernas
demostraciones de su amor. Los Apóstoles no esperaban que una nueva comida
sucedería a la primera. Jesús había guardado secreto; pero, teniendo que
sufrir, debía cumplir su promesa. Había dicho en la Sinagoga de Cafarnaúm:
"Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno comiere de este pan vivirá
eternamente. El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo. Mi carne
es verdaderamente comida y mi sangre verdaderamente bebida. El que come mi
carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él" '. Había llegado el
momento, en que el Salvador iba a realizar esta maravilla de su caridad para
con nosotros. Esperaba la hora de su inmolación para cumplir su promesa. Mas he
aquí que su pasión ha comenzado. Ya ha sido vendido a sus enemigos; su vida en
adelante estará en sus manos; puede ofrecerse en sacrificio y distribuir a sus
discípulos la propia carne y la propia sangre de la víctima.
LAVATORIO DE
LOS PIES. — La cena acababa, cuando Jesús levantándose, ante la extrañeza de
los Apóstoles, se despoja de sus vestidos exteriores, toma una toalla, se la
ciñe como un siervo, echa agua en el lebrillo y da a entender que se propone
lavar los pies a los convidados. El uso oriental era que se lavasen los pies
antes de tomar parte en el festín; pero el más alto grado de hospitalidad era,
cuando el señor de la casa cumplía él mismo este cuidado con sus huéspedes.
Jesús, es quien invita en este momento a sus Apóstoles a la divina cena y se
digna hacer con ellos como el huésped más diligente; pero como sus acciones
encierran siempre un fondo inagotable de enseñanzas, quiere, por lo mismo,
darnos un aviso sobre la pureza que se requiere en los que han de sentarse a la
mesa: "El que está limpio ya, dice, no necesita lavarse los pies" ';
como si dijera: tal es la santidad de esta mesa, que para aproximarse a ella no
sólo es necesario que el alma esté limpia de sus más graves manchas; sino que
debe tratar de borrar las más leves, que por el contacto con el mundo hemos
podido contraer y que son como ligero polvo que se pega a los pies.
Explicaremos más adelante otros misterios significados en el lavatorio de los
pies. Jesús se dirige primeramente hacia Pedro, futuro jefe de su Iglesia. El
Apóstol rehúsa tal humillación de su Maestro; Jesús insiste y Pedro se ve
obligado a ceder. Los otros Apóstoles que, como Pedro, habían quedado sobre los
lechos, ven sucesivamente a su Maestro acercarse a ellos para lavarles los pies.
No exceptúa al mismo Judas. Había recibido un segundo y misericordioso
llamamiento, algunos momentos antes, cuando Jesús hablando a todos dijo:
"Vosotros estáis limpios, pero no todos." Este reproche había sido
insensible. Jesús, cuando acabó de lavar los pies de los doce se recostó en el
lecho, junto a la mesa, al lado de Juan. A Pedro le ha herido la insistencia de
su Maestro. Quiere conocer al traidor, que deshonra el colegio apostólico; mas
no atreviéndose a preguntar a Jesús, a cuya derecha está recostado, hace unas
señas a Juan que está a la izquierda del Salvador para procurar obtener una
aclaración. Juan se recuesta sobre el pecho de Jesús y le dice en voz baja:
"Maestro, ¿quién es"? Jesús le responde: "Aquel a quien yo dé un
bocado de pan mojado." Jesús toma un poco de pan y habiéndolo mojado se lo
ofreció a Judas. Era una nueva invitación, pero inútil a esta alma impasible a
toda acción de la gracia; el evangelista añade: "Después que recibió el
bocado entró en él Satanás." Jesús aún le dice dos palabras: "Lo que
vas a hacer hazlo pronto." Y el desdichado sale de la sala para ejecutar
su crimen.
INSTITUCIÓN
DE LA EUCARISTÍA. — Entonces, tomando del pan ácimo que había sobrado de la
Cena, levanta los ojos al cielo, bendice el pan y lo distribuye a sus
discípulos diciéndoles: "Tomad y comed, este es mi cuerpo." Los
Apóstoles reciben este pan, hecho cuerpo de su Maestro; se alimentan de él; y
Jesús no está sólo con ellos a la mesa, sino que está en ellos.
Como este
divino misterio, no es sólo el más augusto de los Sacramentos, sino que es un
Sacrificio verdadero, que requiere la fusión de sangre, Jesús toma la copa, y
transformando el vino en su propia sangre, le da a sus discípulos y dice:
"Bebed todos de él; es la Sangre de la Nueva Alianza, que será derramada
por vosotros." Los Apóstoles participan uno tras otro de esta divina
bebida.
INSTITUCIÓN
DEL SACERDOCIO. — Estas son las circunstancias de la Cena del Señor, cuyo
aniversario nos reúne hoy; pero no las habríamos relatado todas lo bastante, si
no añadiésemos un hecho esencial. Lo que pasa hoy en el Cenáculo, no es un
suceso acaecido una vez en la vida al hijo de Dios, y los Apóstoles no son los
solos convidados privilegiados a la mesa del Señor. En el Cenáculo, así como ha
habido más de una comida, así también ha habido algo más que un Sacrificio, por
divina que haya sido la víctima ofrecida por el Soberano Pontífice. Ha habido
la institución de un nuevo Sacerdocio. ¿Cómo habría dicho Jesús a los hombres:
"Si no coméis mi carne y bebéis mi sangre, no tendréis vida en
vosotros", si no se hubiese propuesto establecer en la tierra un
ministerio por el cual se renovase, hasta el fin de los tiempos, lo que acaba
de hacer en presencia de sus discípulos? Mas dice a los hombres que ha
escogido: "Haced esto en memoria mía." Les da por estas palabras el
poder de cambiar también ellos el pan en su cuerpo y el vino en su sangre; y
este poder se transmitirá en la Iglesia por la ordenación, hasta la consumación
del siglo [1]. Jesús continuará obrando por el ministerio de hombres pecadores
la maravilla que ha hecho en el Cenáculo; Y, al mismo tiempo, que dota a su
Iglesia del único Sacerdocio, nos da a nosotros, según su promesa, por el pan
del cielo, el medio de "vivir en El y El en nosotros". Vamos, pues, a
celebrar hoy otro aniversario no menos maravilloso que el primero: La
institución del Sacerdocio Cristiano.
LA MISA DEL
JUEVES SANTO. — Para expresar de manera sensible a los ojos de los fieles, la
majestad y unidad de esta Cena que el Salvador dio a sus discípulos y a todos
nosotros en su persona, la Iglesia prohíbe hoy a los sacerdotes, la celebración
de toda misa privada, fuera del caso de necesidad. Quiere que sólo se ofrezca
un sacrificio, al que asisten todos los sacerdotes; a la comunión se acercan al
altar, revestidos de estola, insignia de su sacerdocio, para recibir el Cuerpo
del Señor de manos del celebrante.
La misa del
Jueves Santo es una de las más solemnes del año; y aunque la institución de la
fiesta del Santísimo Sacramento tiene por objeto honrar con el mayor esplendor
este misterio, la Iglesia, al instituirlo, no ha querido que el aniversario de
la Cena del Señor pierda ninguno de los honores que se le deben. El color de
las vestiduras es el blanco como en los días de Navidad y de Pascua; todo duelo
ha desaparecido. Muchos ritos anuncian que la Iglesia teme por su Esposo, pero
suspende por un momento los dolores que la oprimen. En el altar el sacerdote ha
entonado el himno angélico: "Gloria a Dios en las alturas". Las
campanas lanzadas a vuelo, acompañan el canto hasta el fin; pero a partir de
este momento permanecerán mudas y durante las largas horas de su silencio,
darán a la ciudad un tono de soledad y de abandono. La Iglesia quiere hacernos
sentir, que este mundo, testigo de los padecimientos y muerte de su Creador, ha
dejado toda melodía y se ha quedado triste y desierto. Y añadiendo a esta
impresión general, un recuerdo más preciso, nos trae a la memoria que los
Apóstoles pregoneros de Cristo figurados por las campanas cuyo sonido llama a
los fieles a la casa de Dios, han huido y han dejado a su Maestro en manos de
sus enemigos.
Después del
canto del Evangelio, suspéndese en cierta manera la Misa, para dar lugar a la
ceremonia del Mandato o lavatorio de los pies, que, antiguamente se verificaba
después de mediodía, y que el Decreto del 16 de noviembre de 1955 prescribe se
haga ahora en este sitio de la Misa, al menos allí donde es posible.
LOS
MONUMENTOS. — Aun cuando la Iglesia suspende por algunas horas la celebración
del Sacrificio eterno, no quiere con eso que su divino Esposo pierda ninguno de
los honores que le son debidos en el Sacramento del Amor. La piedad católica ha
hallado medio para transformar en un triunfo para la Eucaristía los instantes,
en los que la Hostia Santa parece como inaccesible a nuestra indignidad.
Prepara un monumento en cada templo. Allí traslada el cuerpo del Señor; y
aunque esté cubierto de velos los fieles le asediarán con sus aspiraciones y
adoraciones. Vendrán a honrar el reposo del Hombre-Dios; "donde estuviere el
cuerpo allí se congregarán las águilas"'. De todas las partes del mundo se
elevarán a Jesús un concierto de vivas y afectuosas oraciones, en compensación
de los ultrajes que recibió en estas mismas horas de parte de los judíos. Allí
se reunirán las almas fervientes, donde ya mora Jesús, y los pecadores
arrepentidos por la gracia y en vías de reconciliación.
LA ESTACIÓN.
— En Roma la Estación se celebra en San Juan de Letrán. La grandeza de este
día, la Reconciliación de los Penitentes, y la consagración del Crisma, piden
unánimemente esta metrópoli de la ciudad y del mundo. Hoy con todo eso tiene
lugar la función en el Palacio Vaticano.
En el
Introito la Iglesia se sirve de las palabras de San Pablo para glorificar la
Cruz de Jesucristo; celebra con entusiasmo al divino Redentor que muriendo por
nosotros, ha sido nuestra salvación; que por su pan divino es vida de nuestras
almas y por su Resurrección, autor de la nuestra.
INTROITO
Mas a
nosotros nos conviene gloriarnos de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo: en
quien están nuestra salud, nuestra vida y nuestra resurrección: por el cual
hemos sido salvados y libertados. — Salmo: Compadézcase Dios de nosotros, y
bendíganos: brille sobre nosotros su rostro, y tenga piedad de nosotros. — Mas
a nosotros...
En la
Colecta la Iglesia pone ante nuestros ojos la suerte tan diferente de Judas y
el buen Ladrón los dos culpables, pero el uno condenado y el otro perdonado.
Pide al Señor, que la Pascua de su Hijo en cuyo relato se ven cumplidas esta
justicia y esta misericordia, sea para nosotros remisión de los pecados y
fuente de gracia.
COLECTA
Oh Dios, de
quien recibió Judas el castigo de su pecado, y el ladrón el premio de su
confesión, concédenos a nosotros el efecto de tu propiciación: para que, así
como Jesucristo, nuestro Señor, en su Pasión dio a los dos el diverso galardón
de sus méritos, así nos dé a nosotros, destruido el error de la vejez, la
gracia de su Resurrección. El, que vive y reina contigo.
EPISTOLA
Lección de
la Epístola del Apóstol San Pablo a los Corintios (I. Cap. XI, 20-32).
Hermanos:
Cuando os reunís, ya no es para comer la cena del Señor. Porque cada cual
pretende comer su propia cena. Y el uno tiene hambre, y el otro está
embriagado. ¿No tenéis acaso vuestras casas para comer y beber? ¿O despreciáis
la Iglesia de Dios, y confundís a los que no tienen? ¿Qué os diré? ¿Os alabaré?
En esto no os alabo. Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado:
Que el Señor Jesús, la noche que fue entregado, tomó el pan, y, dando gracias,
lo partió, y dijo: Tomad, y comed: Este es mi cuerpo, que será entregado por
vosotros: haced esto en memoria mía. Asimismo tomó también el cáliz, después de
haber cenado, diciendo: Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi Sangre: haced
esto, cuantas veces lo bebiereis, en memoria mía. Porque siempre, que comiereis
este pan, y bebiereis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que El
venga. Por tanto, cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor
indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pruébese, pues, el hombre
a sí mismo, y coma así de este pan, y beba de este cáliz. Porque, el que come y
bebe indignamente, juicio come y bebe para sí, no discerniendo el cuerpo del
Señor. Por eso hay muchos enfermos y débiles entre vosotros, y muchos duermen.
Si nos examináramos nosotros mismos, no seríamos juzgados ciertamente. Pero, si
fuéramos juzgados, seremos castigados por el Señor, para que no nos condenemos
con este mundo.
PUREZA
NECESARIA PARA COMULGAR. — El gran Apóstol de las Gentes después de haber
reprendido a los Cristianos de Corinto, por los abusos a que daban lugar las
cenas llamadas Agapes, que el espíritu de fraternidad había instituido y que no
tardaron en suprimirse, relata la Cena del Señor. Insiste en el poder, que el
Salvador dio a sus discípulos, de renovar la acción que acababa de efectuar.
Pero nos enseña de un modo particular que, cada vez que el sacerdote consagra
el cuerpo y la sangre de Jesucristo, "anuncia la muerte del Señor",
dando a entender por estas palabras, la unidad de sacrificios en la cruz y en
el altar. "Examínese pues, cada hombre a sí mismo dice San Pablo y después
coma de este pan y beba de este cáliz." En efecto, para participar de un
modo íntimo del misterio de la Redención, para contraer una unión estrechísima
con la divina víctima, debemos desterrar de nosotros todo lo que sea pecado, o
afecto al pecado. "El que come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo
en él", dice el Salvador. ¿Puede haber algo más íntimo? ¡Con Qué cuidado
debemos purificar nuestra alma, unir nuestra voluntad a la de Jesús, antes de
acercarnos a esta mesa que ha preparado para nosotros y a la cual nos invita!
Pidámosle que nos prepare El mismo, como preparó a los apóstoles lavándoles los
pies. Lo hará, ahora y siempre, si nos entregamos por completo a su amor. El
Gradual está compuesto con las palabras que la Iglesia repite a cada instante
durante esos tres días. San Pablo quiere con ellas reavivar en nosotros un
reconocimiento profundo hacia el Hijo de Dios que se entregó por nosotros.
EVANGELIO
Continuación
del santo Evangelio según San Juan (XIII, 1-15).
Antes del
día de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este
mundo al Padre: habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó
hasta el final. Y, terminada la cena, cuando el diablo ya había sugerido al
corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle, Jesús,
sabiendo que el Padre había puesto en sus manos todas las cosas, y que había
salido de Dios, y que a Dios iba, levantóse de la mesa, y se quitó su ropa: y,
habiendo tomado una toalla, se la ciñó. Después echó agua en un lebrillo, y
comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a limpiarlos con la toalla con
que estaba ceñido. Llegó, pues, a Simón Pedro. Y díjole Pedro: Señor, ¿me lavas
tú los pies a mí? Respondió Jesús, y le dijo: Lo que yo hago, no lo entiendes
tú ahora, pero lo entenderás después. Díjole Pedro: No me lavarás los pies
jamás. Respondióle Jesús: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo. Díjole
Simón Pedro: Señor, no sólo mis pies, sino también las manos, y la cabeza.
Díjole Jesús: El que ya está lavado no necesita lavarse más que los pies,
porque ya está limpio todo. Y vosotros estáis limpios, pero no todos. Porque
sabía quién le había de entregar: por eso dijo: No estáis limpios todos. Así
que les hubo lavado los pies y tomado de nuevo su ropa, volviendo a sentarse a
la mesa, díjoles: ¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y
Señor: y decís bien: porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he
lavado vuestros pies: vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los
otros. Porque os he dado ejemplo, para que, como yo he hecho, hagáis también
vosotros.
NUEVA
LECCIÓN DE PUREZA. — La acción del Salvador de lavar los pies a sus discípulos
antes de admitirles a participar de su divino misterio encierra para nosotros
una lección. Hace unos momentos nos decía el Apóstol: Examínese cada uno a sí
mismo; "Jesús dice a sus discípulos: "Vosotros estáis limpios" y
añade después: "mas no todos". Del mismo modo nos dice el Apóstol que
hay quienes se hacen reos del cuerpo y de la sangre del Señor". Temamos la
muerte de éstos y examinémonos a nosotros mismos; examinemos nuestra conciencia
antes de acercarnos a la Sagrada Mesa. El pecado mortal y el afecto al pecado,
trocarían en veneno el alimento que da la vida al alma. Pero, si debemos tener
gran reverencia a la Mesa del Señor, para presentarnos a ella sin las manchas
por las cuales pierde el alma toda semejanza con Dios y le entrega a los dardos
terribles de Satán, debemos también, por respeto a la santidad divina que va a
venir a nosotros, purificar hasta las más leves manchas, con las que pudiéramos
herirlos. "El que ya está limpio, no necesita lavarse más que los
pies", dice el Señor. Los pies son los lazos terrestres por los cuales
estamos expuestos a pecar. Vigilemos sobre nuestros sentidos y sobre los
movimientos de nuestra alma. Purifiquémonos de estas manchas con una confesión
sincera con la penitencia, con las penas y mortificaciones, a fin de que
recibiendo dignamente este Santo Sacramento, despliegue en nosotros toda la
plenitud de su virtud.
En la
antífona del Ofertorio, el cristiano fiel, apoyado en la palabra de Cristo que
le ha prometido el pan de la vida, da rienda suelta a su gozo. Da gracias por
este alimento que salva de la muerte a los que se alimentan de él.
OFERTORIO
La diestra
del Señor ejerció su poder, la diestra del Señor me ha exaltado: no moriré,
sino que viviré, y contaré las obras del Señor.
En la
Secreta, la Iglesia, recuerda al Padre celestial que hoy es el día en que se
instituyó el Sacrificio ofrecido en este momento.
SECRETA
Suplicárnoste,
oh Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno, Dios, que te haga acepto
nuestro sacrificio el mismo Jesucristo, tu Hijo, y Señor nuestro, que en este
día le instituyó y enseñó a los discípulos a celebrarle en su memoria. Tú que
vives...
El sacerdote
después de haber comulgado en las dos especies, distribuye la sagrada
Eucaristía al clero; y, mientras los fieles a su vez comulgan, el coro canta la
antífona de la Comunión a la que pueden añadirse los salmos 22, 71, 103 y 150.
COMUNIÓN.
REALIZAR LA COMUNIÓN ESPIRITUAL, VERDADERA COMUNIÓN [2]
El Señor
Jesús, después de cenar con sus discípulos, lavó sus pies, y díjoles: ¿Sabéis
lo que os he hecho yo, el Señor, y el Maestro? Os he dado ejemplo, para que
también hagáis vosotros así.
En la
poscomunión, la Iglesia pide para nosotros, la conservación del don que
acabamos de recibir, hasta la eternidad.
POSCOMUNIÓN
Saciados
con estos vitales alimentos, suplicárnoste, Señor, Dios nuestro, hagas que, lo
que celebramos durante el tiempo de nuestra mortalidad, lo consigamos con la
gracia de tu inmortalidad. Por el Señor.
LA
PROCESIÓN. — Terminada la Misa, una procesión se dirige hacia el lugar donde
será depositado el Santísimo Sacramento. El celebrante lleva el sagrado copón
bajo palio, como en la fiesta del Corpus Christi, pero hoy, el Cuerpo sagrado
del Redentor contenido en el copón, va cubierto y no rodeado de rayos de
esplendor como el día de su triunfo. Adoremos a este divino Sol de justicia y
durante la marcha al monumento cantemos el Pange, lingua, el himno del
Santísimo Sacramento, tan conocido de todos.
Llegado al
monumento, el celebrante inciensa el sagrado copón y le encierra en el
tabernáculo. Durante unos instantes se ora en silencio y luego el cortejo
vuelve al coro en silencio e inmediatamente se procede a la denudación de los
altares.
DESPOJO DE
LOS ALTARES. — El celebrante ayudado de los ministros, quita los manteles que
cubren el altar. Este rito anuncia que se suspende el Sacrificio. El altar
permanecerá desnudo, hasta que pueda ofrecerse a la Majestad divina la ofrenda
sagrada; pero, para esto, es necesario que el Señor, vencedor de la muerte,
salga triunfante de la tumba. En este momento, está en manos de los judíos, van
a despojarle de sus vestidos, como nosotros despojamos su altar. Va a ser
expuesto a los ultrajes de todo el pueblo; por eso la Iglesia manda se acompañe
esta ceremonia con la recitación del Salmo XXI, en el que, el Mesías expone de
una manera tan sorprendente la acción de los romanos, que, al pie de la Cruz,
dividen sus despojos. Terminada la denudación de los altares, en el Coro se
recitan las Completas.
EL LAVATORIO
DE LOS PIES
LECCIÓN DE
CARIDAD FRATERNA. — Después de haber lavado Jesús los pies a los discípulos les
dijo: "¿Sabéis lo que acabo de hacer? Vosotros me llamáis Maestro y bien
decís, pues lo soy, si pues, yo os he lavado los pies, yo el Maestro y Señor,
cuánto más debéis vosotros lavaros los unos los otros. Os he dado ejemplo, a
fin de que, así como lo he hecho yo, así también lo hagáis vosotros."
La Iglesia
ha recogido y puesto en práctica estas palabras. En todos los siglos se ha
visto a los cristianos, a ejemplo del hombre Dios, cumplir este mandato a la
letra, lavándose los pies unos a otros.
ANTIGÜEDAD
DEL RITO. — En los comienzos del cristianismo, era frecuente este acto de
caridad; San Pablo, enumerando las cualidades de la viuda cristiana recomienda
a Timoteo que se si se ocupa "en lavar los pies de los santos, es decir,
de los fieles".
Esta piadosa
práctica la vemos usada por los mártires, y más tarde todavía en los siglos de
paz. Las actas de los santos de los seis primeros siglos, las Homilías y los
Tratados de los Padres hacen continuas alusiones. Poco a poco, en el andar del
tiempo, se fue enfriando la caridad, quedando recluida esta práctica a los
monasterios. Con todo eso, de cuando en cuando, han surgido ejemplos
admirables, incluso entre los reyes, que para humillar el orgullo del hombre,
quisieron imitar al Redentor. La Iglesia, que no puede dejar perder las
tradiciones que la recomendó su Fundador, quiere que, al menos una vez al año,
se ponga a los ojos de los fieles el ejemplo de humildad del Salvador. Quiere
que en cada Iglesia importante, el prelado o el superior honre esta humillación
del Hijo de Dios, observando el rito del lavatorio de los pies. El Padre Santo,
en el Palacio del Vaticano, da ejemplo a toda la Iglesia, y en el mundo entero
los obispos siguen sus pasos.
EL NÚMERO
ESCOGIDO. — Ordinariamente se escogen doce pobres para hacer las veces de los
doce Apóstoles; pero el Soberano Pontífice lava los pies a trece sacerdotes de
diferentes nacionalidades; por eso la Santa Iglesia en su ceremonial exige este
número en las Iglesias catedrales. Este uso ha sido interpretado de diversos
modos. Unos han visto en ellos el número perfecto del colegio apostólico, que
era de trece; el traidor Judas reemplazado por Matías y Pablo añadido por una
disposición especial de Jesús. Otros mejor informados por Benedicto XIV (14),
dicen que la razón de este número hay que buscarla en un hecho de la vida de
San Gregorio Magno, cuyo recuerdo Roma ha conservado. Este insigne Pontífice,
lavaba cada día los pies a doce pobres, que eran admitidos a su mesa. Un día
sucedió, que se halló uno desconocido, mezclado con los otros, sin que le
hubiese visto; este personaje era un ángel, que Dios había enviado para dar
testimonio, con su presencia, de cuán agradable le era este acto de Gregorio.
La ceremonia
del Lavatorio de los pies llámase también Mandato por razón de la primera
palabra de la antífona que se canta en esta función. Después del Evangelio en
que se relata la acción del Señor, el celebrante quítase la casulla, se ciñe
con un lienzo y se dirige a aquellos a quienes ha de lavar los pies.
Arrodíllase delante de cada uno de ellos y besa su pie después de habérsele
lavado. Entretanto el coro canta las antífonas siguientes.
Antífona. —
Un mandamiento nuevo os doy: que os améis mutuamente, como yo os he amado, dice
el Señor. T. Bienaventurados los puros en su camino: los que andan en la Ley
del Señor. — Un mandamiento nuevo...
Se repite la
Antífona Mandatum y así las demás después de su versillo.
Antífona. —
Después que se levantó el Señor de la cena, echó agua en un lebrillo, y comenzó
a lavar los pies de sus discípulos: este ejemplo les dejó. V/. Grande es el
Señor, y muy digno de alabanza: en la ciudad de nuestro Dios y en su santo
monte. — Después que se levantó...
Antífona. —
Jesús, nuestro Señor, después de cenar con sus discípulos, les lavó los pies y
les dijo: ¿Comprendéis lo que yo, vuestro Señor y Maestro, he hecho con
vosotros? Os he dado ejemplo para que también lo hagáis vosotros. V/. Has sido
benévolo con tu tierra, Señor; has hecho repatriar los cautivos de Jacob.—
Jesús, nuestro Señor...
Antífona. —
Señor, ¿me lavas tú los pies a mí? Respondió Jesús, y díjole: Si no te lavare
los pies, no tendrás parte conmigo. V/. Llegó, pues, a Simón Pedro, y díjole
Pedro: Señor, ¿me lavas tú los pies a mí? Respondió Jesús, y díjole: Si no te
lavare los pies, no tendrás parte conmigo, y. Lo que yo hago, tú no lo
entiendes ahora: pero lo entenderás después. — Señor, ¿me lavas tú...?
Antífona. —
Si yo, vuestro Señor y Maestro, os he lavado a vosotros los pies: ¿cuánto más
deberéis lavaros los pies unos a otros? — V/. Oíd esto, gentes todas: escuchad
con los oídos, los que habitáis la tierra. — Si yo, vuestro Señor...
Antífona. —
En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si os tuviereis mutuo amor.
V/. Dijo Jesús a sus discípulos. En esto conocerán...
Antífona. —
Permanezcan en vosotros estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad;
pero la mayor de ellas es la caridad. V/. Ahora permanecen estas tres cosas: la
fe, la esperanza y la caridad; pero la mayor de ellas es la caridad. —
Permanezcan en vosostros...
Después
de estas antífonas se canta el siguiente cántico, que nunca se ha de omitir,
porque es una exhortación a la caridad, de quien es un símbolo el Lavatorio de
los pies.
Donde hay
caridad y amor, allí está Dios. V/. Nos ha congregado juntos el amor de Cristo.
V/. Alegrémonos y gocémonos en él. V/. Temamos y amemos al Dios vivo. V/. Y
amémonos nosotros con corazón sincero.
2. Donde hay
caridad y amor, allí está Dios. y. Cuando, pues, nos reunamos juntamente. V/.
Evitemos el dividirnos en espíritu. V/. Cesen las riñas malignas, cesen los
pleitos, V/. Y que, en medio de nosotros, esté Cristo, Dios.
3. Donde hay
caridad y amor, allí está Dios. V/. Veámonos juntamente con los Santos, y.
Alegremente tu rostro, oh Cristo, Dios. y. Y el gozo tuyo, inmenso y puro. y.
Por los siglos de los siglos infinitos. Amén.
El
celebrante revestido de nuevo con el pluvial, termina la función con las
siguientes preces:
Padre
nuestro.
El resto de
la oración dominical se continúa en voz baja hasta las dos últimas peticiones.
V/. Y no nos
dejes caer en la tentación.
R/. Más
líbranos de mal.
V/. Tú
ordenaste, Señor, que tus mandatos.
R/. Se
guardasen celosamente.
V/. Tú
lavaste los pies de tus discípulos.
R/. No
desprecies las obras de tus manos.
V/. Señor,
escucha mi oración.
R/. Y llegue
a ti mi clamor.
V/. El Señor
sea con vosotros.
R/. Y con tu
espíritu.
ORACIÓN
Suplicámoste,
Señor, asistas a este obsequio de nuestra servidumbre: y, pues, tú te dignaste
lavar los pies a tus discípulos, no desprecies las obras de tus manos, que nos
mandaste conservar: para que, así comoaquí nos lavan y nos lavamos las manchas
exteriores, así sean lavados por ti los pecados interiores de todos nosotros.
Lo cual te dignes conceder tú mismo, oh Dios, que vives y reinas por todos los
siglos de los siglos. Amén.
NOCHE
DISPUTA
ACERCA DE LA PRIMACÍA. — Judas salido del Cenáculo se dirige, aprovechando la
oscuridad de las tinieblas, hacia el lugar donde se hallan los enemigos del
Salvador. Jesús dirigiéndose entonces a sus fieles Apóstoles, les dice:
"Ahora va a ser glorificado el Hijo del Hombre". Hablaba de la gloria
que había de seguir a su Pasión; mas esta dolorosa Pasión comenzaba ya, y la
traición de Judas era el acto primero. No obstante eso los Apóstoles, olvidando
pronto la tristeza que les había embargado, al anunciarles Jesús que uno de
ellos había de traicionarle, se liaron en una disputa. Discutieron quién de
ellos tenía la primacía sobre los demás. Recordaban las palabras que Jesús
había dirigido a Pedro al elegirle por fundamento de su Iglesia; observaban,
que antes que a los demás, le lavó el Maestro los pies; pero la familiaridad de
Juan con Jesús durante la cena les había impresionado y sospecharon si el
supremo honor estaría reservado a aquél que parecía ser el más amado.
Jesús pone
fin a estos debates, dando a estos futuros Pastores de las almas una lección de
humildad. Había ciertamente entre ellos un Jefe; mas, "el mayor entre
vosotros" les dice, "hágase como el menor y el que manda como el que
sirve". ¿No estoy yo en medio de vosotros como el que sirve".
Después, dirigiéndose a Pedro le dice: Simón, Simón: Satanás te reclama para
cribarte como el trigo; pero yo rogué por ti para que no desfalleciera tu fe; y
tú, convertido ya, conforta a tus hermanos.
Con esto
dictaba su testamento el Salvador: miró por la suerte de su Iglesia, antes de
abandonarla.
Los
Apóstoles serán hermanos de Pedro, mas Pedro será su Jefe. Esta cualidad será
exteriorizada por la humildad; será el "siervo de los siervos de
Dios". El Colegio Apostólico dominará el furor del infierno; pero sólo San
Pedro bastará para confirmar a sus hermanos en la fe. La enseñanza será siempre
conforme a la verdad divina, siempre infalible. Jesús ha rogado para que sea
así. Oración omnipotente por la cual la Iglesia, dócil siempre a la voz de
Pedro, guardará la doctrina del Hijo de Dios.
EL
MANDAMIENTO NUEVO. — Jesús, después de haber asegurado el porvenir de su
Iglesia por las palabras antes proferidas a San Pedro, se dirigea todos con
incomparable ternura: "Hijitos, les dice, ya poco tiempo voy a estar con
vosotros. Amaos los unos a las otros; en eso conocerán todos que sois
discípulos míos, si os amáis mutuamente." Dícele San Pedro: "¿Señor,
a dónde vas?" "Donde voy yo, le respondió Jesús, no puedes ahora
seguirme, pero me seguirás más tarde." "¿Y por qué no puedo seguirte
ahora? respondió San Pedro." "Mi vida la daré por ti." A lo que
respondió Jesús: ¿Tu vida darás por mí? En verdad, en verdad te digo, no
cantará el gallo antes de que me hayas negado tres veces. El amor de San Pedro
para con Jesús era muy humano; no se fundaba en la humildad. La presunción
viene del orgullo; y no sirve más que para preparar nuestras caídas. Para
disponer a Pedro a su ministerio de perdón y para darnos también a todos una
útil lección, Dios permite qúe quien había de llegar a ser el Príncipe de los
Apóstoles, cayese en una falta vergonzosa y grave.
Recojamos
todavía algunos rasgos de las penetrantes palabras del Salvador en este momento
de despedida.
LA PAZ. —
"Yo soy, les dice, el camino, la verdad y la vida. Si me amáis, guardaréis
mis mancamientos, y yo rogaré al Padre, y os dará otro abogado, para que esté
con vosotros de continuo. No os dejaré huérfanos; vuelvo a vosotros. La paz os
dejo, mi paz os doy, no como el mundo la da, yo os la doy. No se contriste
vuestro corazón ni se acobarde. Si me amareis, os holgaríais de que vaya al
Padre. Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque viene el príncipe de
este mundo, mas contra mí no puede nada; pero es menester que conozca el mundo
que amo al Padre, y que, como me lo mandó el Padre, así lo hago. Levantaos,
vamos de aquí".
JESÚS ES LA
VERDADERA VIÑA. — El Salvador continúa sus desahogos celestiales y la viña le
ofrece la ocasión de hacer una preciosa comparación que nos muestra la relación
que la gracia divina establece entre Él y nuestras almas. Yo soy, dice, la vid
verdadera y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que no da fruto en mí, lo
arrancará; y todo el que da fruto le podará para que dé fruto más copioso.
Permaneced en mí y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto de sí
mismo si no permanece en la cepa, así tampoco vosotros sino permanecéis en mí.
Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. Quien permanece en mí y Yo en él, éste
da fruto abundante, porque fuera de mí nada podéis hacer. Si alguno no
permanece en mí, será arrancado como el sarmiento y se secará; y a esos se les
recogerá y arrojará al fuego y arderán. No me escogisteis vosotros a mí, antes
yo os escogí a vosotros y os destiné para que vayáis y deis fruto y vuestro
fruto permanezca".
PROMESA DEL
ESPÍRITU SANTO. — Después les anunció las persecuciones que les aguardaban y el
odio que el mundo les tendría. Les renovó la promesa que antes les había hecho,
de enviarles un Espíritu Consolador, y les dijo cómo su partida les sería
ventajosa; y que alcanzarían del Padre todo lo que le pidiesen en su nombre.
"El Padre, añadió, os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído
que yo salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo, otra vez dejo el
mundo y me voy al Padre." Dícenle entonces sus discípulos: "Ahora
conocemos que lo sabes todo, y no tienes necesidad de que nadie te pregunte: en
esto creemos que saliste del Padre." ¿Ahora creéis? "les respondió
Jesús". "Mirad que llega la hora y ya ha llegado en que os disperséis
cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Todos vosotros padeceréis
escándalo por mí esta noche, porque escrito está: Heriré al Pastor y se
dispersarán las ovejas del rebaño; más cuando hubiere resucitado, iré antes que
vosotros a Galilea.
ORACIÓN
SACERDOTAL. — Pedro intentó protestar de su fidelidad, que, según él decía, era
mayor que la de los demás. Lo creía así, porque sabía que gozaba de una
especial predilección por parte del Maestro, más Jesús le repite la humillante
predicción que antes les había hecho; después elevando los ojos al cielo,
exclamó: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo
te glorifique a Ti. He consumado la obra que Tú me encomendaste hacer; he
manifestado tu nombre a los hombres, que me diste del mundo. Ahora han conocido
que salí de Ti y han creído verdaderamente que Tú me enviaste. Por ellos ruego:
No ruego por el mundo. Y desde ahora no estoy en el mundo y éstos quedan
"en el mundo y yo voy a Ti. Padre Santo, guarda en tu nombre a los que Tú
me has dado; para que sean uno con nosotros. Cuando con ellos estaba, yo los
guardaba en tu nombre; a los que me diste he guardado y ninguno de ellos ha
perecido, sino el hijo de perdición, para que se cumpliese la escritura. Yo les
he comunicado tu palabra y el mundo les aborreció, como yo tampoco soy del
mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal. No
ruego por estos sólo, sino también por los que crean en mí por medio de su
palabra: que todos sean uno, como Tú, Padre, en mí y yo en ti, a fin de que el
mundo crea que Tú me enviaste. Padre, quiero que, donde estoy yo, también estén
conmigo los que me has dado, para que contemplen la gloria que me has dado,
porque me amaste antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha
conocido, más yo te conocí: y estos también conocieron que Tú me has enviado. Y
yo les manifesté tu nombre y se lo manifestaré, para que el amor con que me
amaste sea en ellos, y yo también esté en ellos.
GETSEMANÍ. —
Estos fueron los arranques de amor que salieron del Corazón de Cristo aquella
noche en el Cenáculo. Después de esto se levantaron todos y se dirigieron al
huerto de los Olivos. Llegado que hubo a un lugar, conocido con el nombre de
Getsemaní, entró Jesús en un huerto a donde solía conducir a sus Apóstoles para
descansar con ellos. En ese momento, un sentimiento de dolor se apoderó de su alma;
su naturaleza humana experimenta una como suspensión de esa dicha que le
procuraba la unión con la divinidad. Con todo eso, interiormente, su naturaleza
humana será sostenida hasta la consumación del Sacrificio, y El soportará todo
lo que pueda. Jesús siente la necesidad de apartarse: quiere huir, en su
abatimiento, de las miradas de sus discípulos. Quiere, con todo, que le
acompañen los que fueron no ha mucho testigos de su gloriosa transfiguración:
Pedro, Santiago y Juan. ¿Serán acaso más firmes que los demás al ver la
humillación de su Maestro? Las palabras que les dirige manifiestan
elocuentemente la conmoción repentina que se ha realizado en su alma. Aquel
cuyo lenguaje era siempre tan sereno, sus modales tan dignos, su voz tan
afectuosa, ahora dice: "Mi alma está triste hasta la muerte, quedaos aquí
y velad conmigo".
LA AGONÍA. —
Se aparta a la distancia de un tiro de piedra. Allí Jesús postrado sobre la
tierra exclama: "Padre mío, todas las cosas te son posibles, aparta de mí
este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero sino lo que Tú. Al mismo tiempo
corría por sus miembros un sudor de sangre que empapaba la tierra. No era esto
abatimiento, ni pasmo: Una agonía verdadera. Entonces envía Dios auxilio a esta
naturaleza que expira y un ángel recibe la misión de sostenerla. Jesús es
tratado como simple hombre; su humanidad deshecha, debe, sin otra ayuda
sensible que la del ángel, reanimarse y aceptar nuevamente el cáliz que le ha
sido preparado. ¡Y qué cáliz era éste! Los dolores del alma y del cuerpo, el
quebranto del corazón, todos los pecados de la humanidad que había cargado con
ellos y gritaban contra El; la ingratitud de los hombres, que hará inútil para
no pocos el sacrificio que va a ofrecer. Jesús tiene que aceptar todas estas
amarguras en este momento en que parece, sirva la expresión, reducido
completamente a la naturaleza humana; pero la virtud de la divinidad, que no le
abandona, le sostiene, sin perdonarle ninguna angustia. Comienza su oración
pidiendo no beber el cáliz; más la termina diciendo a su Padre que no se cumpla
otra voluntad que la suya.
LA SOLEDAD
DE JESÚS. — Se levanta entonces Jesús dejando impresa sobre la tierra las
huellas sangrientas del sudor que la violencia de la agonía había hecho correr
por sus miembros; son las primeras gotas derramadas de la sangre redentora. Va
a sus discípulos y los encuentra dormidos. ¿No habéis podido, les dice, velar
una hora conmigo? Ya comienzan a abandonarle los suyos. Vuelve aún dos veces a
la gruta, donde hizo la primera oración, desolado y sumiso. Dos veces se acerca
a sus discípulos y las dos encuentra siempre la misma insensibilidad en esos
hombres que Él había escogido para que velasen junto a Él. "Ya por mí, les
dice, dormid y descansad. ¡Ea! Ha llegado la hora y el Hijo del Hombre es entregado
en manos de pecadores." Después reanimándose, dijo: "Levantaos,
vamos; mirad que está aquí el que me entrega".
EL
PRENDIMIENTO. — Aun estaba hablando cuando el jardín se vio invadido
repentinamente por una chusma de gente armada, llevando teas y conducida por
Judas. La traición se lleva a cabo por la profanación de la señal de la
amistad. "¿Judas: con un beso entregas al Hijo del Hombre?'".
Palabras expresivas y llenas de ternura que debieran haber abatido a este
desventurado a los pies de su Maestro. Pero era tarde. El cobarde no se atrevió
a provocar a la soldadesca que él mismo había conducido, ni los criados del
Sumo Sacerdote osaron poner las manos sobre Jesús hasta que éste no les dio
permiso para ello. Una palabra de su boca bastó para que cayesen de bruces
sobre la tierra. Permíteles Jesús que se levanten y les habla con la majestad
de un rey: "Si me buscáis a mí, dejad en paz a éstos. Habéis venido con
armas para prenderme. Todos los días me teníais en el templo y no fuisteis
tentados de prenderme, pero ésta es vuestra hora y la del poder de las
tinieblas." Y dirigiéndose a Pedro que había desenvainado la espada, le
dijo: ¿Crees que, si quisiese, no podría rogar a mi Padre para que me enviase
más de doce legiones de ángeles? Mas, entonces, ¿cómo se cumplirían las
escrituras?
JESÚS
CONDUCIDO ANTE EL SUMO SACERDOTE. — Después de dichas estas palabras, Jesús se
deja maniatar. Entonces los Apóstoles, descorazonados y embargados por el
pavor, huyen. Solo Pedro con otro discípulo sigue desde lejos los pasos del
Maestro. La chusma que llevaba consigo a Jesús le hace recorrer el mismo camino
que el domingo precedente siguió triunfante, cuando otra turba entusiasmada le
aclamaba batiendo palmas y ramos de olivos. Pasaron el torrente Cedrón
Entretanto llegaron a las murallas de Jerusalén. Se abre la puerta ante el
prisionero divino; más la ciudad, cubierta por las sombras de la noche, ignora
el atentado que acaba de cometerse. Mañana al amanecer el día, sabrá que Jesús
Nazareno, el gran Profeta ha caído en manos de los Príncipes de los Sacerdotes
y de los Fariseos. Avanza la noche; pero aún tardará en aparecer la aurora. Los
enemigos de Jesús han determinado entregarlo mañana al Gobernador Poncio
Pilatos, como un perturbador del orden público. Mientras, le juzgan y le
condenan como culpable en materia religiosa.
Su tribunal
tiene el derecho de conocer las causas de esta índole, aunque nunca puede
sentenciar a la pena capital. Jesús es conducido, pues, a casa de Anás, suegro
del Sumo Sacerdote Caifás, donde, según las disposiciones tomadas de antemano
debía verificarse el primer interrogatorio. Estos hombres sanguinarios pasan la
noche sin darse ningún descanso. Después que sus guardias marcharon hacia el
Huerto de los Olivos, contaron los momentos, inciertos del buen éxito de la
conjuración; ya tenían en sus manos su codiciada presa; sus deseos crueles iban
a realizarse.
Suspendamos
este relato doloroso para reanudarlo mañana en que, siguiendo un orden
cronológico, tuvieron lugar los augustos misterios, que en él se obraron para
nuestra instrucción y salvación.
La jornada
pasada está repleta de los beneficios de nuestro Salvador: nos ha dado su carne
por alimento, ha instituido el sacerdocio de la Nueva Ley. Su corazón se ha
desbordado con las más tiernas expansiones. Le hemos visto luchando con la
debilidad humana ante la inminencia del cáliz de la Pasión y su triunfo sobre
ella para salvarnos. Le hemos visto traicionado, maniatado y conducido cautivo
a la ciudad santa para consumar su sacrificio. Adoremos y amemos al Hijo de
Dios, que pudo salvarnos a todos con la menor de sus humillaciones, y lo que
hasta ahora ha hecho no es más que el exordio del gran acto del sacrificio que
su amor para con nosotros le ha hecho aceptar.
—DOM PRÓSPERO
GUÉRANGER, El Año Litúrgico, Primera Edición Española Traducida Y Adaptada Para
Los Países Hispano-Americanos Por Los Monjes De Santo Domingo De Silos.
NIHIL OBSTAT: F.R.
FRANCISCVS SÁNCHEZ. 0. S. H. Censor ordinis.
IMPRIMATVR: P.
ISAAC M. TORIBIOS, Abbas Silensis, Ex Monasterio Sancti Dominici de Silos, die
7.I.1953
[1] SOBRE LA
CONSUMACIÓN DEL SIGLO: https://sedefinismo.blogspot.com/2023/03/consumationem-sculi-nuestra-epoca.html
[2] COMUNIÓN
ESPIRITUAL, VERDADERA COMUNIÓN: https://www.facebook.com/photo?fbid=381902818003537&set=a.235028616024292
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