VIERNES SANTO DE LA PASIÓN Y MUERTE DEL SEÑOR
VIERNES SANTO DE LA PASIÓN Y MUERTE DEL
SEÑOR
MAÑANA
JESÚS
CONDENADO POR CAIFÁS. — El sol baña de luz los muros y pináculos del templo de
Jerusalén. Los Pontífices y Doctores de la ley no han hecho caso de su brillo para
satisfacer su odio contra Jesús. Anas, que había recibido el primero al divino
prisionero, ordena que le conduzcan ante su yerno Caifas. El indigno Pontífice
ha osado someter a un interrogatorio al mismo Hijo de Dios. Jesús, desdeñando
responder, recibe la bofetada de un criado. Tenían preparados testigos falsos
que vinieron a declarar sus mentiras ante el que es la suma Verdad; intento
inútil, pues los testimonios proferidos serán contradictorios. Entonces, el
Sumo Sacerdote viendo que el sistema adoptado para convencer a Jesús de
blasfemo no conducía más que a desenmascarar los cómplices de su fraude, quiso
sacar de la boca del mismo Salvador el delito que debía hacerle justiciable por
la Sinagoga: "Te conjuro por el Dios vivo, que nos digas si Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios" Esta es la interpelación que el Pontífice dirige
a Cristo. Jesús, queriendo darnos ejemplo de sumisión a la autoridad, rompe su
silencio y responde con firmeza: "Tú lo has dicho, yo soy: Y os digo que a
partir de ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de
Dios y venir sobre las nubes del cielo." A estas palabras el Pontífice se
levanta y desgarra sus vestiduras, diciendo: "Ha blasfemado." ¿Qué
necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de oír la blasfemia. ¿Qué os parece?
Unánimemente respondieron todos: "Reo es de muerte." El propio Hijo
de Dios ha bajado a la tierra para llamar a la vida al hombre que se había
precipitado en la muerte, y lo hace por la más espantosa inversión. El hombre,
en pago de tal beneficio, conduce a su tribunal al Verbo divino y le juzga reo
de muerte. Jesús guarda silencio y no aniquila en su cólera a estos hombres tan
audaces e ingratos. Repitamos en este momento las palabras, con las cuales la
Liturgia Griega interrumpe hoy varias veces la lectura de la Pasión:
"Gloria a tu Pasión, Señor."
ESCENA DE
INSULTOS. — Apenas se ha dejado oír en la plaza el grito: "Reo es de
muerte", cuando los criados del Sumo Sacerdote se arrojan sobre Jesús. Le
escupen en el rostro, le vendan los ojos y dándole bofetadas le dicen:
"Profeta, adivina quién te ha pegado" '. Estos son los homenajes de
la Sinagoga al Mesías, cuya expectación la ha vuelto tan altiva. La pluma se
resiste a transcribir tales ultrajes inferidos al Hijo de Dios, y sin embargo,
no son sino el exordio de lo que ha de sufrir el Redentor.
LA NEGACIÓN DE
PEDRO. — Al mismo tiempo una escena mucho más dolorosa para el Corazón de
Cristo se realiza fuera de la sala, en el palacio del Sumo Sacerdote. Pedro,
que ha entrado allí, se ve envuelto en una contienda con los guardias y los
ci'iados, que le reconocen por uno de los galileos que seguían a Jesús. El
Apóstol, desconcertado y temiendo por su vida, abandona cobardemente a su
Maestro y llega hasta afirmar con juramento que jamás le conoció. ¡Triste
ejemplo de castigo reservado a la presunción! ¡Oh misericordia infinita de
Jesús! Los criados del Sumo Sacerdote le arrastraron hacia el lugar donde se
encontraba el Apóstol; al verle le dirigió una mirada de reproche y de perdón;
Pedro se humilla y llora. En este momento sale del palacio maldito; en
adelante, arrepentido, no se consolará hasta haber visto a su Maestro resucitado
y triunfante. Sea nuestro modelo este discípulo pecador y convertido, en estas
horas de compasión en que la Iglesia quiere que seamos testigos de los dolores
siempre en aumento de nuestro Salvador. Pedro se retira, pues desconfía de su
fragilidad. Quedémonos nosotros hasta el fin; nada tenemos que temer; la dulce
y digna mirada de Jesús que ablanda los corazones más empedernidos se dirige
hacia nosotros.
Los Príncipes
de los Sacerdotes, viendo que el día comenzaba ya a clarear, se disponen a conducir
a Jesús ante el Gobernador Romano. Ellos han formulado su causa como se hace
con un blasfemo. Mas no pueden aplicarle la ley de Moisés, según la cual
debería ser apedreado. Jerusalén ya no es libre ni la rigen sus propias leyes.
El derecho de vida y muerte sólo lo ejerce los vencedores y siempre en nombre
del César. ¿Cómo no recuerdan estos Pontífices y Doctores el oráculo de Jacob
agonizante que declara que el Mesías vendría, cuando le fuese arrebatado el
cetro a Judá? Pero una nube de rencor les ha ofuscado y no se percatan de que
los malos tratos que ellos dan al Mesías se encuentran descritos de antemano en
las profecías que leen y cuyos custodios son.
LA DESESPERACIÓN
DE JUDAS. — El rumor extendido por la ciudad de que Jesús ha sido apresado esta
noche y que se ultiman los preparativos para llevarle ante el Gobernador, llega
a oídos de Judas. El infeliz amaba el dinero; pero no tenía motivo ninguno para
maquinar la muerte de su Maestro. Conoció el poder sobrenatural de Jesús y tal
vez se ilusionaba con la idea de que las consecuencias de su traición serían
vencidas por aquel a quien obedecen los elementos sobrenaturales. Pero, ahora
que le ve en poder de sus más crueles enemigos y todo anuncia un fin trágico,
los remordimientos se apoderan de su alma. Corre al templo y arroja a los pies
de los sacerdotes aquellas monedas, precio de una Sangre inocente. Diríase que
se ha convertido y que va a implorar el perdón. Pero, ¡ay!, nada de eso. La
desesperación es el último sentimiento que le queda y quiere poner cuanto antes
fin a sus días. El recuerdo de las llamadas, de aquel líos aldabonazos, que dio
Jesús a su corazón en la cena del día anterior y en el huerto, no le sirven más
que de acicate para perpetrar un segundo crimen. Dudó de la misericordia, para
él su pecado no podría borrarse y se precipitó en la eterna condenación en el
momento mismo, en que comenzaba a correr la sangre inmaculada.
JESÚS ANTE
PILATOS. — Luego, los Príncipes de los Sacerdotes se presentan ante Pilatos,
llevando consigo a Jesús encadenado, y piden se les escuche en un asunto
criminal. El Gobernador se presenta en público y les dice algo enojado:
"¿Qué acusación traéis contra este hombre? Si no fuese malhechor no te lo
habríamos entregado." El desprecio y enojo se refleja en las palabras del
Gobernador y la impaciencia en la respuesta de los Sacerdotes. Se ve que
Pilatos se preocupa poco de ser el ministro de sus venganzas: "Tomadle,
les dice, y juzgadle según vuestra ley, más estos hombres sanguinarios
responden que no les es permitido quitar la vida de nadie". Pilatos, que
había salido al pretorio para hablar a los enemigos del Salvador, entra dentro
y manda introducir a Jesús. El Hijo de Dios y el representante del mundo pagano
se hallan frente a frente. "¿Eres el Rey de los judíos?", interroga
Pilatos. "Mi reino no es de este mundo", responde Jesús; no tiene que
ver nada con los reinos formados por la violencia; su origen viene de lo alto.
"Si mi reino fuera de este mundo, mis soldados no me habrían dejado caer
en poder de los judíos." Pronto, a mi vez ejerceré el imperio terrestre;
pero, en este momento, mi reino no es de aquí abajo. "Luego, ¿Tú eres
Rey?", vuelve a interrogar Pilatos. "Sí, yo soy Rey", contesta
el Salvador. "Después de haber confesado su dignidad augusta, el
Hombre-Dios hace un esfuerzo para elevar al romano por encima de los intereses
vulgares; le propone un ñn más digno que el buscar los honores de la
tierra."
"Yo he
venido a este mundo, le dice, para dar testimonio de la Verdad; cualquiera que
es de la Verdad escucha mi voz." "Y ¿qué es la Verdad?",
interroga Pilatos y sin aguardar la respuesta, para acabar pronto, deja a Jesús
y vase en busca de los acusadores. "No encuentro delito alguno en este hombre",
les dice. El pagano creyó hallar en Jesús un doctor de alguna secta judía cuyas
enseñanzas no valían la pena ser escuchadas y no sólo eso, sino que, al mismo
tiempo, vio en él un hombre inofensivo en quien no se podía, sin injusticia,
buscar un hombre peligroso.
ANTE HERODES.
— Apenas ha manifestado su opinión favorable a Jesús, cuando los Príncipes de
los Sacerdotes comienzan a acusar al Rey de los Judíos. El silencio de Jesús,
en medio de tan tas mentiras,
hacen enmudecer al Gobernador. "¿No oyes, le dice, cómo te acusan?"
Estas palabras de un interés visible, no inmutan a Jesús en su digno silencio; pero
provocan en sus enemigos una nueva explosión de furor: "Perturba al pueblo,
gritan frenéticos los Príncipes de los Sacerdotes, enseñando por toda la Judea,
comenzando desde Galilea hasta aquí".
Al oír el
nombre de Galilea creyó ver un rayo de luz. Herodes, Tetrarca de Galilea está
en Jerusalén. Es necesario remitirle a Jesús, su súbdito; esta cesión de la
causa criminal desembarazaría al Gobernador y al mismo tiempo restablecería la
armonía entre Herodes y él. El Salvador es arrastrado por las calles de la
ciudad, del Pretorio al Palacio de Herodes. Sus enemigos le siguen con la misma
rabia, más Jesús guarda silencio. No recibe más que el despreció de Herodes, el
asesino de Juan Bautista; pronto los habitantes de Jerusalén le ven aparecer
con la vestidura de un insensato y le llevan de nuevo ante Pilatos.
BARRABÁS. —
Esta reaparición inesperada del acusado, contraría mucho a Pilatos; pero cree
haber hallado un nuevo medio de desembarazarse de esta causa que le es odiosa.
La fiesta de Pascua le facilita la ocasión de indultar a un culpable; quiere
hacer caer este favor en Jesús. El pueblo está amotinado a las puertas del Pretorio.
Pondrá en paralelo a Jesús, al mismo Jesús, que hace unos días toda la ciudad
llevó en triunfo, con Barrabás, el malhechor, persona odiosa en Jerusalén; la
elección del pueblo no puede menos de ser favorable a Jesús. "¿A quién
queréis que dé la libertad, les dice, a Jesús o a Barrabás?" La respuesta
no se hace esperar; voces tumultuosas gritan: "No a Jesús, sino a Barrabás."
Y ¿qué haré con Jesús? Y la chusma corta las últimas palabras del Gobernador y
grita frenética. ¡Crucifícale, crucifícale! Pero ¿qué mal ha hecho?; le
castigaré y le pondré en libertad. "¡No; crucifícale!"
LA FLAGELACIÓN.
— La prueba no ha tenido éxito y la. situación del cobarde Gobernador es más
crítica que antes. En vano ha buscado para rebajar al inocente al nivel de un
malhechor; la pasión de un pueblo ingrato y agitado no ha tenido cuenta alguna
de ello. Pilatos se ve obligado a prometer que castigará a Jesús de modo bárbaro,
para apagar un poco la sed de sangre que devora al populacho; pero no sirve más
que para provocar un nuevo grito de muerte.
No vayamos más
lejos sin ofrecer una reparación al Hijo de Dios por los ultrajes de que acaba
de ser objeto. Comparado con un infame, es preferido éste. Si Pilatos quiere
por compasión salvarle, es con la condición de hacerlo sufrir esta vergonzosa
comparación, que resultaría vana. Las voces que cantaban el Hosanna al Hijo de
David hace unos días no profieren sino aullidos feroces; y el Gobernador,
temiendo una sedición, se ha comprometido a dar un castigo a aquel cuya
inocencia acaba de confesar. Jesús es entregado a los soldados para que le
flagelen; se le despoja violentamente de sus vestidos y se le ata a la columna
que servía para estas ejecuciones. Los látigos más crueles cruzan su cuerpo y
la sangre, aquella sangre inmaculada, corre por sus divinos miembros. Recojamos
esta segunda efusión de sangre, por la cual Jesús expía todas las complacencias
y crímenes de la carne de la humanidad entera. Es la mano de los gentiles quien
le da este tratamiento; los judíos le entregan y los romanos son los ejecutores,
pero todos nosotros tomamos parte en el deicidio.
LA CORONACIÓN
DE ESPINAS. — Los soldados están cansados de golpearle y los verdugos desatan a
su víctima. ¿Se habrán compadecido de Él? No. A tanta crueldad va a seguir una
burla sacrílega. Jesús se ha llamado Rey de los Judíos y los soldados
aprovechan el título para dar una forma nueva a sus ultrajes. Un rey lleva
corona y los soldados van a imponérsela al Hijo de David. Tejiendo, de prisa,
una diadema con ramas espinosas, la clavan en la cabeza, y por tercera vez
corre la sangre de Jesús. Después, para completar la ignominia, ponen en sus
espaldas un manto de púrpura y en su mano una caña, a modo de cetro. Entonces
se ponen de rodillas delante de Él y dicen: "¡Dios te salve, Rey de los
judíos!"
Pero no paró
aquí su crueldad: Como acompañamiento a este homenaje insultante le escupen en
el rostro y lanzan al aire sonoras carcajadas; de cuando en cuando le arrancan
la caña de la mano para darle con ella en la cabeza, y de ese modo clavan más
las espinas.
HOMENAJE REPARADOR.
— Ante este espectáculo el cristiano se postra en doloroso respeto y dice a su
vez: "¡Dios te salve, Rey de los judíos! Sí; Tú eres el Hijo de David,
nuestro Mesías y nuestro Redentor. Israel no reconoce tu reinado que proclamaba
no ha mucho, y la gentilidad ha hallado medios de ultrajarte; pero tú,
reinarás, por la justicia en Jerusalén, que no tardará en sentir los golpes de
tu cetro vengador; por la misericordia sobre los gentiles, que pronto los
Apóstoles traerán a tus pies. Recibe nuestro homenaje y nuestra sumisión. Reina
desde hoy en nuestros corazones y en nuestra vida entera."
ECCE-HOMO. —
Jesús es conducido a Pilatos en el estado en que le ha dejado la crueldad de
los soldados. El Gobernador no duda que una víctima en estado examine
encontrará gracia ante el pueblo; mandando subir a Jesús a una galería del
palacio le muestra a la multitud diciendo: ECCE-HOMO. "He aquí el
Hombre." Esta palabra era más significativa de lo que creía Pilatos. No
decía: He aquí a Jesús, ni he aquí al Rey de los Judíos; se servía de una
expresión general de la que no tenía la clave; y el cristiano posee su
conocimiento. El primer hombre en su sublevación contra Dios había trastornado
con su pecado la obra entera del Creador; en castigo de su orgullo y su
codicia, la carne había avasallado al espíritu, y la tierra misma, en señal de
maldición, no producía más que espinas. El nuevo hombre que llevó, no la
realidad, sino la apariencia del pecado, aparece. La obra del Creador vuelve a
tomar con El su antigua armonía; mas es por medio de la violencia.
Para demostrar
que la carne debe estar sometida al espíritu, su carne es azotada con látigos;
para demostrar que el orgullo debe ceder su lugar a la humildad, lleva una
corona formada por las espinas de la tierra maldita. Triunfo del espíritu sobre
los sentidos, abatimiento de la voluntad soberbia bajo el yugo de la sentencia.
He ahí al hombre.
JESÚS Y
PILATOS. — Israel es como el tigre; la vista de la sangre excita su sed y no
está contento hasta que se baña en ella. Apenas ha visto a su víctima
ensangrentada, grita con nuevo furor: "¡Crucifícale, crucifícale!"
¡Está bien!, "dice Pilatos", tomadle y crucificadle vosotros mismos;
yo no hallo en El crimen alguno." Y sin embargo, por orden suya, se le ha
puesto en un estado que, con él solo, puede causarle la muerte. Su cobardía
será desbaratada. Los judíos replican invocando el derecho que los Romanos
dejan a los pueblos conquistados. "Tenemos una ley y según esa ley debe
morir, porque se proclama Hijo de Dios." A esta reclamación Pilatos se
turba; vuelve a la sala con Jesús y le dice: "¿De dónde eres Tú?"
Jesús se calla, Pilatos no era digno de oír al Hijo del Hombre darle razón de
su origen divino. Pilatos se irrita: ¿A mí no me respondes?, le dice: "¿No
sabes que tengo poder para crucificarte y para absolverte?" Jesús se digna
hablar para enseñarnos que todo poder de gobierno, aun entre los infieles,
viene de Dios y no de lo que se llama pacto social. "No tendrías ese
poder, responde, sino te hubiese sido dado de lo alto; por tanto, el pecado de
quien me ha entregado a ti, es mayor". La nobleza y la dignidad de estas
palabras, subyugan al Gobernador; quiere aún salvar a Jesús. Pero los gritos
del pueblo penetran de nuevo hasta él: "Si le dejas libre, le dicen, no
eres amigo del César; pues todo el que se hace Rey, se levanta contra el
César." A estas palabras Pilatos, tratando en una última tentativa de
mover a piedad a este pueblo furioso, sale de nuevo y sube a un estrado al aire
libre; se sienta y manda conducir a Jesús: "He aquí, dice, vuestro Rey;
ved si César tiene que temer algo por su parte." Más los gritos aumentan:
"Quítale, quítale. Crucifícale." "Pero ¿voy a crucificar a vuestro
Rey?", dice el Gobernador, que aparenta no ver la gravedad del peligro.
Los Pontífices responden: "No tenemos otro rey que el César." Palabra
indigna que cuando sale del santuario anuncia a los pueblos que la fe está en
peligro; al mismo tiempo palabra de reprobación para Jerusalén, porque si no
tiene otro rey que el César, el cetro no está ya en Judá y la hora del Mesías
ha llegado.
JESÚS
CONDENADO POR PILATOS. — Pilatos viendo que la sedición ha llegado al culmen y
que su responsabilidad de Gobernador está amenazada, determina dejar a Jesús en
manos de sus enemigos. Muy a pesar suyo dicta la sentencia que ha de producir
pronto en su conciencia un remordimiento del que tratará de librarse con el
suicidio. El mismo traza sobre una tablilla, con un punzón, la inscripción que
ha de ponerse sobre la cabeza de Jesús. Más aún; concede al odio de los enemigos
del Salvador, para mayor ignominia, que sean crucificados con El dos ladrones.
Este hecho era necesario para dar cumplimiento al oráculo profético: "Será
contado entre los criminales"; y después que acaba de mancillar i su' alma
con el más odioso de los crímenes, se i lava públicamente las manos, al mismo
tiempo que grita en presencia del pueblo: "Inocente soy de la sangre de
este justo; allá os lo veréis vosotros." Y todo el pueblo responde con
este anhelo: "Su sangre caiga sobre nosotros y sobre j nuestros
hijos." Este fue el momento en que el i parricidio se imprimió en la
frente del pueblo ingrato y sacrílego, como en otro tiempo sobre! la de Caín.
Diez y nueve siglos de servidumbre, de miseria y de desprecio no lo han borrado
aún. Nosotros, hijos de la gentilidad sobre los que esta sangre divina ha
descendido como un rocío misericordioso, demos gracias al Padre celestial que
"ha amado tanto al mundo que le ha dado a su único Hijo". Demos
gracias al amor de este Hijo único de Dios, que viendo que nuestras manchas no
podían ser lavadas sino en su sangre, nos la da hoy hasta en la última gota.
LA VÍA DOLOROSA.
— Aquí comienza la Vía dolorosa, y el Pretorio de Pilatos en que fue pronunciada
la sentencia de Jesús, es la primera estación. El Redentor es abandonado a los
judíos por la autoridad del Gobernador. Los soldados se apoderan de Él y le conducen
fuera del patio del Pretorio. Le quitan el manto de púrpura y le i visten con
sus propios vestidos que le habían si do quitados para flagelarle; por fin le
cargan la cruz sobre sus desgarradas espaldas. El lugar en que el nuevo Isaac
recibió en sí la leña de su sacrificio es designado como la segunda estación.
El escuadrón de soldados, reforzado con los ejecutores, con los príncipes de
los Sacerdotes, con los Doctores de la ley y con mucho pueblo, se pone en
marcha. Jesús avanza bajo el peso de la cruz; pero en seguida, desfallecido, a
causa de la sangre que ha perdido y por los sufrimientos de todo género, no
puede sostenerse y cae bajo la carga, señalando así con su caída la tercera estación.
ENCUENTRO DE
JESÚS CON SU MADRE. — Los soldados levantan con brutalidad al divino cautivo
que sucumbía, más aún bajo el peso de nuestros pecados, que bajo el del
instrumento de su suplicio. Acaba de reanudar su marcha vacilante y al punto se
encuentra con su Madre llorosa. La mujer fuerte, cuyo amor maternal es
invencible, ha salido al encuentro de su Hijo; quiere verle, seguirle, unirse a
Él hasta que expire. Su dolor está por encima de toda ponderación humana. Las
inquietudes de estos últimos días han agotado sus fuerzas; todos los
sufrimientos de su Hijo le han sido manifestados por revelación; se ha asociado
a ellos y los soporta todos y cada uno en particular. Sin embargo de eso, no
puede permanecer por más tiempo lejos de la vista de los hombres; el sacrificio
avanza en su curso, su consumación se acerca; es necesario estar con su Hijo y
nada podrá detenerla en este momento. Magdalena está cerca de ella llorosa;
Juan, María, madre de Santiago y Salomé la acompañan también; éstas lloran por
su Maestro; más ella llora por su Hijo. Jesús la ve y no puede consolarla, pues
todo esto no es sino el comienzo de los dolores. El sentimiento de agonía que
experimenta en este momento el corazón de la más tierna de las madres acaba de
oprimir con un nuevo peso el corazón del más amante de los hijos. Los verdugos
no concedieron un momento de espera en la marcha, en favor de la madre de un
condenado; si quiere, puede seguir el funesto cortejo; sin embargo, el
encuentro de Jesús y María en el camino del calvario señalará para siempre la
cuarta estación.
EL CIRINEO. —
El camino es largo aún, porque, según la ley, los criminales debían sufrir el
suplicio fuera de la ciudad. Los judíos temen que la víctima expire antes de
llegar al lugar del sacrificio. Un hombre que volvía del campo, llamado Simón
de Cirene, encuentra el doloroso cortejo; se le detiene; y por un sentimiento
cruelmente humano hacia Jesús, se le obliga a compartir con Él el honor y la
fatiga de llevar el instrumento de la salvación del mundo. Este encuentro de
Jesús con Simón Cirineo da lugar a la quinta estación.
LA SANTA FAZ.
— A unos pasos de allí, un inidente inesperado llena de admiración y estupor a
los mismos verdugos. Una mujer atraviesa la muchedumbre, aparta a los soldados
y va hacia. el Salvador. Sostiene entre sus manos el velo que ha desplegado y
enjuga con mano temblorosa el rostro de Jesús, desfigurado por la sangre, el
sudor y las bofetadas. Sin embargo de eso, lo ha reconocido porque le ama; y no
ha temido exponer su vida para ofrecerle este ligero alivio. Su amor será recompensado;
el rostro del Redentor se imprime milagrosamente en el lienzo, que será en
adelante su más preciado tesoro, y tiene la gloria de señalar con su acto
intrépido la sexta estación de la Vía dolorosa.
JESÚS SE COMPADECE DE JERUSALÉN. — Con todo
eso, las fuerzas de Jesús se debilitan más y más, a medida que se acerca el
término fatal. Un desfallecimiento súbito derriba al suelo —por segunda vez— a
la víctima y señala la séptima estación, Jesús es en seguida levantado con
violencia por los soldados y camina de nuevo por el sendero que va rociando con
su sangre. Tan indignos tratos excitan los gritos y lamentaciones de un grupo
de mujeres que, movidas de compasión hacia el Salvador, se habían colocado detrás
de los soldados y habían hecho caso omiso de sus insultos. Jesús, emocionado
del amor de estas mujeres, que, a pesar de la debilidad de su sexo, mostraban
más grandeza de alma que el pueblo entero de Jerusalén, les dirige una mirada
bondadosa, y tomando toda la dignidad del lenguaje de Profeta les anuncia, en
presencia de los Príncipes de los Sacerdotes y de los Doctores de la Ley, el
castigo que seguirá en seguida al atentado de que son testigos y que lloran con
tan copiosas lágrimas. "¡Hijas de Jerusalén!, las dice en el mismo lugar
indicado por la octava estación; ¡Hijas de Jerusalén! No lloréis por mí, llorad
por vosotras y por vuestros hijos; pues vendrán días en que se dirá:
¡Bienaventuradas las estériles y las entrañas que no engendraron y los senos que
no amamantaron! ¡Dirán entonces- a las montañas: Caed sobre nosotros; y a las
colinas: Cubridnos; y si se trata hoy así al leño verde ¿cómo se tratará
entonces al seco?"
LLEGADA AL CALVARIO.
— Por fin llegan a la colina del Calvario; Jesús debe aún escalarla antes de
llegar al lugar de su sacrificio. Por tercera vez su extrema fatiga le hace
caer en tierra y santifica el lugar que los fieles venerarán como la nona
estación. La soldadesca bárbara interviene de nuevo para obligar a Jesús a
reanudar su penosa marcha y después de unos pocos pasos llega por fin a la cima
de este cerro que servirá de altar al más sagrado y poderoso de los holocaustos.
Los verdugos se apoderan de la cruz y la extienden sobre la tierra esperando
atar en ella a la víctima. Antes, según el uso de los ro manos, que también lo practicaban los judíos, se
ofrece a Jesús una copa que contenía vino mezclado con mirra. Este brebaje que
tenía la amargura de la hiel, era un narcótico para adormecer hasta cierto
punto los sentidos del paciente y disminuir los dolores de sus tormentos.
Jesús acerca
un momento a sus labios esa bebida que le ofrecen más por costumbre que por
humanidad; pero rehúsa beberla, queriendo padecer sin mitigación alguna, todos
los tormentos que se ha dignado aceptar por la salvación de los hombres.
Entonces los verdugos le despojan de las vestiduras, pegadas a sus llagas, y se
disponen a conducirle al lugar en que le espera la cruz. El lugar del Calvario
en que Jesús fue así despojado, y donde le presentaron la bebida amarga, es
designado como la décima estación de la Vía dolorosa.
Las nueve
primeras pueden verse aún en las calles de Jerusalén, desde el lugar del
Pretorio hasta el pie del Calvario; esta última, en cambio, y las cuatro
siguientes están en el interior de la iglesia del Santo Sepulcro, que encierra
en su vasto recinto el teatro de las últimas escenas de la Pasión del Salvador.
Pero suspendamos
nuestro relato; hemos ya incluso adelantado un poco las horas de este gran día,
y más tarde volveremos de nuevo al Calvario. Ahora unámonos a la Santa Iglesia
en la función con que se dispone a celebrar la muerte del Señor.
SOLEMNE
FUNCION LITURGICA POSMERIDIANA DE LA PASION Y MUERTE DEL SEÑOR
El oficio
divino de esta tarde se divide en cuatro partes, cuyos misterios vamos a
explicar sucesivamente. Primeramente hay Lecciones; luego siguen Oraciones; se
continúa con la adoración de la Cruz y se termina con la Comunión. Estos ritos
desacostumbrados anuncian al pueblo fiel la grandeza de este día y al mismo
tiempo le hacen sentir la suspensión del Sacrificio diario al que reemplaza. El
altar se halla desnudo, sin cruz, ni candeleros, el atril del evangelio sin
paño. Recitada la hora de Nona, el celebrante se adelanta con sus ministros;
los ornamentos negros expresan el duelo de la Santa Iglesia. Llegados al pie
del altar se prosternan sobre las gradas y oran en silencio durante algún
tiempo, después de lo cual, dicha una oración, comienzan las lecciones.
I. LAS
LECCIONES
La primera
parte de este oficio comienza con la lectura de dos trozos de los Profetas y
del relato de la Pasión según San Juan. En la primera de esas lecturas tomada
del Profeta Oseas (V, 15 y VI, 1-5), el Señor anuncia sus designios
misericordiosos para con su nuevo pueblo, el pueblo de la gentilidad, que
estaba muerto y que, después de tres días, debe resucitar con ese Cristo que
todavía no conoce; Efraín y Judá serán tratados de modo distinto; sus
sacrificios materiales no han aplacado a un Dios, que no ama sino la misericordia
y que únicamente rechaza a los duros de corazón.
La segunda
lectura está tomada del Éxodo y pone ante nuestra vista, el símbolo del Cordero
pascual, en el momento en que la figura desaparece ante la realidad. Este
Cordero es sin defecto como el Emmanuel; su sangre preserva de la muerte a
aquellos cuyas moradas están rociadas con ella. Deberá no sólo ser inmolado
sino servir de alimento a aquellos que por El son salvados. El es el manjar del
viajero, que le come apresuradamente, sin tiempo para detenerse en la rápida
carrera de esta vida. La inmolación tanto del Cordero antiguo, como del nuevo
es la señal de la Pascua.
PROFESÍA,
OSEAS VI, 1-6. — Esto dice el Señor: en medio de sus tribulaciones se
levantarán con presteza para convertirse a mí: «Venid, volvamos al Señor pues
él ha desgarrado, pero nos curará, él ha herido, pero nos vendará. Dentro de
dos días nos dará la vida, al tercer día nos hará resurgir y viviremos en su
presencia. Conozcamos, corramos tras el conocimiento del Señor: su salida es
cierta como la aurora; vendrá a nosotros como la lluvia temprana, como la
lluvia tardía que riega la tierra.» ¿Qué voy a hacer contigo, Efraín? ¿Qué voy
a hacer contigo, Judá? ¡Vuestro amor es como nube mañanera, como rocío matinal,
que pasa! Por eso los he hecho trizas por medio de los profetas, los he
castigado con las palabras de mi boca, y mi juicio surgirá como la luz. Porque
yo quiero amor, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos.
TRACTO,
HEBREOS III. — Oí, Señor, tu anuncio, y temí; contemple tus obras y quede
pasmado. V/. En medio de dos animales te harás conocer; mientras se aproximan los
años por ti prescritos, tú te harás conocer; cuando llegue este tiempo, te
mostraras. V/. Al verse conturbada mi alma, en tu ira te recordaras de la
misericordia. V/. Vendrá Dios del Líbano y el santo del monte Farám. V/. Cubrió
los cielos su majestad, y la atierra está llena de su alabanza.
TRACTO, SALMO
CXXX, 2-10 Y 14. — Líbrame, Señor del hombre malvado; líbrame del hombre
perverso. V/.De los que maquinan
iniquidades en su corazón y todo el día están armando contiendas. Aguzan sus lenguas como serpientes, venenos
de áspides tiene debajo de sus labios.
Defiéndeme, Señor, de las manos del pecador, y líbrame de los hombres
perversos. V/.Éstos intentan dar
conmigo en tierra. Un lazo oculto me ponen los soberbios. V.Y extienden sus redes como lazo para mis
pies, ponen tropiezos junto al camino.
V/.Mas yo digo al Señor: Tu eres mi dios; escucha, Señor, la voz de mi
suplica. V/.¡Señor! ¡ Señor de mi
salvación!, protege mi cabeza en el día del combate. V/.No me entregues, Señor, al deseo de los
malvados, no me abandones no sea que triunfen.
V/.Que los que me asedian no levanten la cabeza contra mí; que los
envuelva el mal proferido por sus labios.
V/.Pero los justos ensalzaran tu nombre y los hombres rectos habitaran
en tu presencia.
PASIÓN DE
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN SAN JUAN
C. En aquel
tiempo Jesús salió con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde
había un huerto, y entraron allí él y sus discípulos. Judas, el traidor,
conocía también el sitio, porque Jesús se reunía a menudo allí con sus
discípulos. Judas entonces, tomando la patrulla y unos guardias de los sumos
sacerdotes y de los fariseos entró allá con faroles, antorchas y armas. Jesús,
sabiendo todo lo que venía sobre él, se adelantó y les dijo: + -¿A quién
buscáis? C. Le contestaron: S. -A Jesús el Nazareno. C. Les dijo Jesús: + -Yo
soy. C. Estaba también con ellos Judas el traidor. Al decirles «Yo soy»,
retrocedieron y cayeron a tierra. Les preguntó otra vez: + -¿A quién buscáis?
C. Ellos dijeron: S. -A Jesús el Nazareno. C. Jesús contestó: + -Os he dicho
que soy yo. Si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos. C. Y así se cumplió lo
que había dicho: «No he perdido a ninguno de los que me diste.» Entonces Simón
Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al criado del sumo sacerdote,
cortándole la oreja derecha. Este criado se llamaba Malco. Dijo entonces Jesús
a Pedro: + -Mete la espada en la vaina. El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no
lo voy a beber? C. La patrulla, el tribuno y los guardias de los judíos
prendieron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero a Anás, porque era suegro
de Caifás, sumo sacerdote aquel año, el que había dado a los judíos este
consejo:«Conviene que muera un solo hombre por el pueblo.» Simón Pedro y otro
discípulo seguían a Jesús. Ese discípulo era conocido del sumo sacerdote y
entró con Jesús en el palacio del sumo sacerdote, mientras Pedro se quedó
fuera, a la puerta. Salió el otro discípulo, el conocido del sumo sacerdote,
habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La portera dijo entonces a Pedro: S.
-¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre? C. El dijo:
S. -No lo soy.
C. Los criados y los guardias habían encendido un brasero, porque hacía frío, y
se calentaban. También Pedro estaba con ellos de pie, calentándose. El sumo
sacerdote interrogó a Jesús acerca de sus discípulos y de la doctrina. Jesús le
contestó: + -Yo he hablado abiertamente al mundo: yo he enseñado continuamente
en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho
nada a escondidas. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a los que me han
oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que he dicho yo. C. Apenas dijo esto,
uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada a Jesús, diciendo: S.
-¿Así contestas al sumo sacerdote? C. Jesús respondió: + -Si he faltado al hablar, muestra en qué he
faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas? C. Entonces Anás
lo envió a Caifás, sumo sacerdote. Simón Pedro estaba de pie, calentándose, y
le dijeron: S. -¿No eres tú también de sus discípulos? C. Ello negó diciendo:
S. -No lo soy. C. Uno de los criados del sumo sacerdote, pariente de aquel a
quien Pedro le cortó la oreja, le dijo: S. -¿No te he visto yo con él en el
huerto? C. Pedro volvió a negar, y en seguida cantó un gallo. Llevaron a Jesús
de casa de Caifás al Pretorio. Era el amanecer y ellos no entraron en el
Pretorio para no incurrir en impureza y poder así comer la Pascua. Salió Pilato
afuera, adonde estaban ellos y dijo: S. -¿Qué acusación presentáis contra este
hombre? C. Le contestaron: S. -Si éste
no fuera un malhechor, no te lo entregaríamos. C. Pilato les dijo: S.
-Lleváoslo vosotros y juzgadlo según vuestra ley. C. Los judíos le dijeron: S. -No estamos
autorizados para dar muerte a nadie. C.
Y así se cumplió lo que había dicho Jesús, indicando de qué muerte iba a morir.
Entró otra vez Pilato en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: S. -¿Eres tú el
rey de los judíos? C. Jesús le contestó: + -¿Dices eso por tu cuenta o te lo
han dicho otros de mí? C. Pilato replicó: S. -¿Acaso soy yo judío? Tu gente y
los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho? C. Jesús le
contestó: + -Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi
guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino
no es de aquí. C. Pilato le dijo: S. -Conque, ¿tú eres rey? C. Jesús le
contestó: + -Tú lo dices: Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido
al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha
mi voz. C. Pilato le dijo: S. -Y, ¿qué es la verdad? C. Dicho esto, salió otra
vez adonde estaban los judíos y les dijo: S. -Yo no encuentro en él ninguna
culpa. Es costumbre entre vosotros que por Pascua ponga a uno en libertad.
¿Queréis que os suelte al rey de los judíos? C. Volvieron a gritar: S. -A ése
no, a Barrabás. Entonces Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. Y los soldados
trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le echaron por
encima un manto color púrpura; y, acercándose a él, le decían: S. -¡Salve, rey
de los judíos! C. Y le daban bofetadas. Pilato salió otra vez afuera y les
dijo: S. -Mirad, os lo saco afuera, para que sepáis que no encuentro en él
ninguna culpa. C. Y salió Jesús afuera, llevando la corona de espinas y el
manto color púrpura. Pilato les dijo: S. -Aquí lo tenéis. C. Cuando lo vieron
los sacerdotes y los guardias gritaron: S. -¡Crucifícalo, crucifícalo! C.
Pilato les dijo: S.-Lleváoslo vosotros y crucificadlo, porque yo no encuentro
culpa en él. C. Los judíos le contestaron: S. -Nosotros tenemos una ley, y
según esa ley tiene que morir, porque se ha declarado Hijo de Dios. C. Cuando
Pilato oyó estas palabras, se asustó aún más y, entrando otra vez en el
Pretorio, dijo a Jesús: S. -¿De dónde eres tú? C. Pero Jesús no le dio
respuesta. Y Pilato le dijo: S. -¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo
autoridad para soltarte y autoridad para crucificarte? C. Jesús le contestó: +
-No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto.
Por eso el que me ha entregado a ti tiene un pecado mayor. C. Desde este
momento Pilato trataba de soltarlo, pero los judíos gritaban: S. -Si sueltas a ése, no eres amigo del
César. Todo el que se declara rey está contra el César. C. Pilato entonces, al
oír estas palabras, sacó afuera a Jesús y lo sentó en el tribunal en el sitio
que llaman «El Enlosado» (en hebreo Gábbata). Era el día de la Preparación de la
Pascua, hacia el mediodía. Y dijo Pilato a los judíos: S. -Aquí tenéis a
vuestro Rey. C. Ellos gritaron: S. -¡Fuera, fuera; crucifícalo! C. Pilato les
dijo: S. -¿A vuestro rey voy a crucificar? C. Contestaron los sumos sacerdotes:
S. -No tenemos más rey que al César. C. Entonces se lo entregó para que lo
crucificaran. Tomaron a Jesús, y él, cargando con la cruz, salió al sitio
llamado «de la Calavera» (que en hebreo se dice Gólgota), donde lo
crucificaron; y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio Jesús. Y Pilato
escribió un letrero y lo puso encima de la cruz; en él estaba escrito: JESUS EL
NAZARENO, EL REY DE LOS JUDIOS. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba
cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego.
Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: S. -No
escribas «El rey de los judíos», sino «Este ha dicho: Soy rey de los judíos. C.
Pilato les contestó:
S. -Lo
escrito, escrito está. C. Los soldados, cuando crucificaron a Jesús, cogieron
su ropa, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y apartaron la túnica.
Era una túnica sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo. Y se
dijeron: S. -No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién le toca. C.
Así se cumplió la Escritura: «Se repartieron mis ropas y echaron a suerte mi
túnica.» Esto hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre,
la hermana de su madre María la de Cleofás, y María la Magdalena. Jesús, al ver
a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: + -Mujer,
ahí tienes a tu hijo. C. Luego dijo al discípulo: + -Ahí tienes a tu madre. C.
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa. Después de esto,
sabiendo Jesús que todo había llegado a su término, para que se cumpliera la
Escritura dijo: + -Tengo sed. C. Había allí un jarro lleno de vinagre. Y,
sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron
a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre dijo: + -Está cumplido. C. E,
inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
De rodillas y en silencio en unos instantes contemplativos
Los judíos
entonces, como era el día de la Preparación, para que no se quedaran los
cuerpos en la cruz el sábado, porque aquel sábado era un día solemne, pidieron
a Pilato que les quebraran las piernas y que los quitaran. Fueron los soldados,
le quebraron las piernas al primero y luego al otro que habían crucificado con
él; pero al llegar a Jesús, viendo que ya había muerto, no le quebraron las
piernas, sino que uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado y al
punto salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio y su testimonio es
verdadero y él sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis. Esto
ocurrió para que se cumpliera la Escritura: «No le quebrarán un hueso»; y en
otro lugar la Escritura dice: «Mirarán al que atravesaron.» Después de esto,
José de Arimatea, que era discípulo clandestino de Jesús por miedo a los
judíos, pidió a Pilato que le dejara llevarse el cuerpo de Jesús. Y Pilato lo autorizó.
Él fue entonces y se llevó el cuerpo. Llegó también Nicodemo, el que había ido
a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una mixtura de mirra y áloe.
Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se
acostumbra a enterrar entre los judíos. Había un huerto en el sitio donde lo
crucificaron, y en el huerto un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado
todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro
estaba cerca, pusieron allí a Jesús.
II. LAS
ORACIONES
La Iglesia,
que acaba de repasar, juntamente con sus hijos, la historia de los últimos instantes
del Señor, no hace ahora sino imitar a ese divino Mediador, que, sobre la Cruz,
como enseña San Pablo, ha ofrecido por todos los hombres a su Padre, sus
oraciones y súplicas, mezcladas con lágrimas y acompañadas de un gran clamor'.
Desde los primeros siglos viene pre sentando
en este día a la Majestad divina, un conjunto de oraciones, que, abarcando las
necesidades de todo el género humano, muestran que es verdaderamente la Madre
de los hombres y la Esposa caritativa del Hijo de Dios. Todos, incluso los
judíos, participan de esa solemne intercesión que la Iglesia presenta al Padre
de los siglos desde el pie de la Cruz de Jesucristo. A cada oración precede un
anuncio solemne que explica su objeto. Luego el diácono advierte a toda la
asamblea que se ponga de rodillas; puestos en pie un momento después a la señal
del diácono, los fieles se unen a la oración del sacerdote.
III. LA
ADORACION DE LA SANTA CRUZ
Las oraciones
generales han concluido con la súplica dirigida a Dios por la conversión de los
paganos; la Iglesia ha terminado su recomendación universal y solicitado para
todos los habitantes de la tierra la efusión de la sangre divina que brota, en
este momento, de las venas del Hombre-Dios. Volviéndose ahora a los cristianos
sus hijos, conmovida ante las humillaciones del Señor, los invita a disminuir
el peso, dirigiendo sus homenajes hacia esa Cruz hasta ahora infame y en
adelante sagrada, bajo la cual camina Jesús hacia el Calvario y de cuyos brazos
penderá hoy. Para Israel, la cruz es un objeto de escándalo; para los gentiles
un monumento de locura! nosotros, cristianos, veneramos en ella el trofeo de la
victoria de Cristo y el instrumento augusto de la salvación de los hombres. Ha
llegado, pues, el momento en que debe recibir nuestras adoraciones por el honor
que el Hijo de Dios se ha dignado hacerla, regándola con su sangre y
asociándola así a la obra de nuestra Redención. No hay día ni hora más indicada
en el año para rendirla nuestros homenajes.
La adoración
de la cruz comenzó en Jerusalén en el siglo IV. La emperatriz Santa Elena había
hallado recientemente la verdadera cruz; y el pueblo fiel deseaba contemplar,
de cuando en cuando, este árbol de vida cuya milagrosa invención había colmado
de gozo a la Iglesia entera. Se determinó que se expusiese a la veneración de
los cristianos una vez al año, el Viernes Santo. El deseo de contemplarla
llevaba todos los años una multitud inmensa de peregrinos a Jerusalén para la
Semana Santa. La fama llevó por todas partes los relatos de este ceremonial,
pero todas no podían aspirar a verla ni una vez siquiera en la vida. La piedad
católica quiso gozar al menos por imitación, de una ceremonia que muchos no
podían gozar en su realidad; y, hacia el siglo IV, se pensó repetir en todas
las iglesias, el Viernes Santo, la Ostensión y Ado ración
de la Cruz que tenía lugar en Jerusalén. No se poseía, es verdad, sino la
figura de la Cruz verdadera; pero, puesto que los honores rendidos a este madero
sagrado iban dirigidos al mismo Cristo, los fieles podían ofrecerle honores
semejantes, aun cuando no viesen ante sus ojos el madero mismo que el Redentor
había regado con su sangre. Tal fue el motivo de la institución de este rito,
que ahora va a tener lugar, y en el cual la Iglesia nos invita a participar.
En el altar el
celebrante se quita la capa pluvial y permanece en pie junto a su asiento. El
diácono con los acólitos va a la sacristía para traer a la iglesia la cruz en
procesión. Cuando llegan al presbiterio, el celebrante recibe de manos del
diácono la santa Cruz y se pone al lado de la Epístola y allí, de pie, en el
plano, vuelto hacia el pueblo, descubre un poco la parte alta de la cruz y
canta en un tono de voz moderado: "He aquí el madero de la santa
Cruz."
Después
prosigue ayudado de sus ministros que cantan con él:
"En el
cual ha estado suspendida la salud del mundo."
Entonces, toda
la asamblea se pone de rodillas, y adora la cruz mientras el coro canta:
"Venid:
adorémosla.”
Esta primera
ostensión representa la primera predicación de la cruz, la que los Apóstoles se
hicieron entre sí, cuando, no habiendo recibido todavía al Espíritu Santo, no
podían hablar del misterio de la Redención sino con los discípulos de Jesús y
temían llamar la atención de los judíos. Por eso el Sacerdote no eleva la Cruz
sino un poco. Este primer homenaje es ofrecido en reparación de los ultrajes
que el Salvador recibió en casa de Caifás. El sacerdote se dirige luego a la
parte delantera de la grada, siempre en el lado de la Epístola, y se coloca de
cara al pueblo. Sus ministros le ayudan a descubrir el lado derecho de la Cruz,
y después de haber descubierto esta parte del instrumento sagrado, la muestra
nuevamente al pueblo, levantándola, esta vez, un poco más que la primera y
cantando en un tono superior.
"He aquí
el madero de la Cruz."
El diácono y
el subdiácono continúan con él:
"En el
cual ha estado suspendida la salud del mundo."
La asamblea se
pone de rodillas, adora la Cruz mientras el coro canta:
"Venid:
adorémosla."
Esta segunda
manifestación más gloriosa que la primera representa la predicación del misterio
de la Cruz a los judíos, cuando los Apóstoles, después de la venida del
Espíritu Santo echan los fundamentos de la Iglesia en el seno mismo de la
Sinagoga y conducen las primicias de Israel a los pies del Redentor. La Iglesia
lo ofrece en reparación de los ultrajes que recibió en casa de Pilatos.
El Sacerdote
se coloca después en medio de: la grada, vuelto siempre hacia el pueblo. Aydado
por el diácono y subdiácono descubre todo lo restante del Crucifijo, y
elevándole algo más que las veces anteriores canta con triunfo y a plena voz:
"He aquí
el madero de la Cruz."
Los ministros
continúan con él:
"En el
cual ha estado suspendida la salud del mundo."
Los fieles
vuelven a arrodillarse y a adorar la Cruz mientras el coro canta:
"Venid:
adorémosla."
Esta última manifestación
representa la predicación del misterio de la Cruz en el mundo entero, cuando
los Apóstoles, rechazados por la masa de la nación judaica, se vuelven hacia
los gentiles, y van a anunciar al Dios crucificado hasta más allá de los
límites del imperio romano. Este tercer homenaje rendido a la Cruz es una
reparación de los ultrajes que el Salvador recibió en el Calvario.
La Iglesia, al
presentarnos la Cruz cubierta con el velo, que después desaparece para dejar llegar
nuestras miradas hasta ese divino trofeo de nuestra Redención, quiere también
expresarnos la obcecación de los judíos que no ven sino un instrumento de
ignominia en ese madero adorable, y la luz resplandeciente de que goza el
pueblo cristiano, a quien la fe revela que el Hijo de Dios crucificado, lejos
de ser un objeto de escándalo, es, por el contrario, como dice el Apóstol, el
monumento eterno "del poder y de la sabiduría de Dios". En adelante
la Cruz que acaba de ser tan solemnemente enarbolada permanecerá descubierta; y
aguardará sobre el altar, la hora de la gloriosa Resurrección del Mesías. Todas
las demás cruces colocadas en los diversos altares, se descubrirán también, a
imitación de esa. que ocupará pronto su puesto de honor en el altar mayor.
Pero la
Iglesia no se limita a exponer, en este momento, a las miradas de los fieles la
Cruz que les ha salvado; les invita a que vengan a poner sus labios respetuosos
sobre ese leño sagrado. El Celebrante irá el primero y todos tras él. Despojado
de su casulla, quítase también el calzado, y haciendo, a convenientes
distancias, tres veces genuflexión sencilla, se acerca a adorar la Cruz,
colocada en las gradas delante el altar. Detrás de él vienen los ministros, el
clero, y por último los fieles. Los cantos que acompañan a la adoración de la
Cruz son de una belleza incomparable. Los primeros son Improperios, o reproches
amargos que el Mesías dirige a los judíos. Las tres primeras estrofas están
intercaladas con el canto del Trisagio u oración a Dios tres veces Santo, cuya
Inmortalidad justo es que glorifiquemos en este momento en que Él se digna,
como hombre, sufrir la muerte por nosotros. Esta triple glorificación usada en
Constantinopla desde el siglo v, pasó a la Iglesia romana que la ha conservado
en la lengua primitiva, contentándose con alternar la traducción latina de las
palabras. El resto de este hermoso canto tiene grandísimo interés dramático.
Cristo recuerda todas las afrentas de que ha sido objeto por parte de los
judíos y pone de manifiesto los beneficios de que ha colmado a esta nación
ingrata.
LOS
IMPROPERIOS
Pueblo mío,
¿qué te he hecho yo? O ¿en qué te he contristado? Respóndeme. J. Porque te
saqué de la tierra de Egipto: has preparado la Cruz a tu Salvador.
Agios o Théos.
Santo Dios.
Agios
íschyros.
Santo Fuerte.
Agios
athánatos, eléison imas.
Santo
Inmortal, ten piedad de nosotros.
Porque te guié
por el desierto cuarenta años, y te alimenté con maná, y te introduje en una
tierra muy buena: has preparado la Cruz a tu salvador.
V/. ¿Qué más
debí hacer por ti, y no hice? Yo te planté, como mi viña más hermosa, y tú me
has salido muy amarga: pues has saciado mi sed con vinagre: y has taladrado con
una lanza el costado de tu Salvador.
Yo, por ti,
flagelé a Egipto con sus primogénitos: y tú, después de azotado, me has
entregado a la muerte.
Pueblo mío,
etc.
Yo te saqué de
Egipto, hundiendo a Faraón en el Mar Rojo: y tú me has entregado a los
príncipes de los sacerdotes.
Pueblo mío,
etc.
Yo abrí ante
ti el mar: y tú has abierto con una
lanza mi
costado.
Pueblo mío,
etc.
Yo fui delante
de ti en la columna de nube: y tú
me has llevado
al pretorio de Pilatos.
Pueblo mío,
etc.
Yo te alimenté
con maná en el desierto: y tú me
has herido con
bofetadas y azotes.
Pueblo mío,
etc.
; Yo te di a
beber agua saludable de la roca: y tú
nie has
abrevado con hiél y vinagre.
Pueblo mío,
etc.
Yo, por ti,
herí a los reyes de los Cananeos: y tú has herido mi cabeza con una caña.
Pueblo mío,
etc.
Yo te di un
cetro real: y tú has dado a mi cabeza una corona de espinas.
Pueblo mío,
etc.
Yo te exalté
con gran poder: y tú me has suspendido en el patíbulo de la Cruz.
Pueblo mío,
etc.
A los improperios
sigue esta solemne antífona, en que el recuerdo de la Cruz se une al de la
Resurrección para gloria de nuestro Redentor:
ANTÍFONA
Adoramos tu
Cruz. Señor: y alabamos, y glorificamos tu santa Resurrección: porque, por el
leño de la Cruz, vino el gozo a todo el mundo.
Si la
adoración de la Cruz no ha terminado aún se entona el célebre Himno Crux
Fidelís que Venancio Fortunato, obispo de Poitiers, compuso en el siglo vi, en
honor del árbol sagrado de nuestra Redención. Una de las estrofas dividida en
dos sirve de estribillo mientras dura el canto.
Al fin de la
adoración, una vez que todos los fieles han rendido su homenaje a la santa
Cruz, se la coloca sobre el altar, y se da principio a la cuarta parte de la
función litúrgica.
IV.
De tal manera ocupa hoy, en este aniversario,
el pensamiento de la Iglesia, el recuerdo del Sacrificio consumado este mismo
día sobre el Calvario, que renuncia a renovar sobre el altar la inmolación de
la divina Víctima, limitándose a participar del sagrado misterio mediante la Comunión.
Antiguamente todo el clero y" los fieles eran admitidos a esta gracia,
pero durante largo tiempo esta costumbre había caído en desuso y sólo el
celebrante podía comulgar. Ahora en 1956 la Iglesia ha vuelto a tomar la
tradición antigua y en adelante todos los fieles podrán comulgar el Cuerpo del
Señor, inmolado en este día para su salvación, a fln de recibir más abundantemente
los frutos de la Redención.
El diácono
acompañado de dos acólitos, se traslada al monumento, toma el copón del tabernáculo
y lo lleva al altar mayor. Mientras se dirige al altar, la escola canta algunas
antífonas:
Adorárnoste,
Cristo, y te bendecimos, pues por tu santa Cruz redimiste al mundo.
El árbol nos
sedujo, la santa Cruz nos ha rescatado; el fruto de un árbol nos sedujo, el
Hijo de Dios nos ha rescatado.
Sálvanos,
Salvador del mundo, Tú que por tu Cruz y por tu sangre nos has libertado, oh
Dios nuestro, te lo suplicamos, socórrenos.
Llegado al
altar, el diácono deja sobre el corporal el sagrado copón; el preste sube a su
vez y recita en voz alta el preámbulo de la oración dominical, después, como el
Paternóster es una preparación para la Comunión y ya que todos deben comulgar,
clero y fieles lo recitan a una con el celebrante, "solemnemente, con
gravedad, distintamente y en latín".
Unámonos con confianza
y solicitud a las siete peticiones que ella encierra, en esta hora en que
nuestro divino Intercesor, extendidos los brazos sobre la Cruz, las presenta
por nosotros a su Padre. Este es el momento en que El obtiene del Padre que
toda oración dirigida al cielo por su mediación sea escuchada.
Después del
Paternóster el preste añade en voz alta una oración que en todas las misas se dice
en secreto. En ella pide nos veamos libres de los males, exentos de pecado,
establecidos en la paz.
Recita también
en voz baja la tercera de las oraciones que preceden a la Comunión en las misas
ordinarias; descubre luego el copón y toma una hostia, y profundamente
inclinado, se golpea el pecho diciendo tres veces:
"Señor,
no soy digno de que entres en mi pobre morada; pero di solamente una palabra y
mi alma quedará curada."
Se comulga
asimismo con respeto, se recoge algunos instantes y luego da la sagrada Comunión,
como de costumbre, al clero y a los fieles asistentes.
Terminada la
Comunión el celebrante se purifica los dedos en un vaso, los enjuga con el
purificador, encierra el copón en el tabernáculo y, de pie en medio del altar,
dice como acción de gracias y en tono ferial, las tres oraciones siguientes:
"Suplicárnoste,
Señor, que sobre tu pueblo que acaba de celebrar devotamente la Pasión y Muerte
de tu Hijo, descienda una copiosa bendición, llegue el perdón, se otorgue el consuelo,
aumente la fe y se asegure la redención eterna. Por el mismo Cristo Señor
nuestro. Así sea.
Omnipotente y
misericordioso Dios que nos reparaste con la gloriosa Pasión y Muerte de tu
Ungido: conserva en nosotros la obra de tu misericordia; para que, por la
participación de este misterio vivamos perpetuamente consagrados a ti. Por el
mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
Acuérdate de
tus misericordias, oh Señor, y santifica con tu eterna protección a tus
siervos, en cuyo favor Jesucristo, tu Hijo, derramando su sangre, instituyó el
misterio pascual. Por el mismo Cristo Señor nuestro. Así sea.
El celebrante
y los ministros descienden luego del altar y vuelven a la sacristía. En el coro
se recitan Completas, apagadas las velas y sin canto. Luego se traslada en
privado la sagrada Eucaristía al lugar donde ha de reservarse y ante la cual
arderá una lámpara como de costumbre.
PRIMERAS HORAS
DE LA TARDE
Conviene que, en
estas horas, sigamos con el pensamiento y con el corazón a nuestro misericordioso
Redentor. Lo hemos dejado en el Calvario en el momento en que le despojaban de
sus vestiduras, después de haberle ofrecido la bebida amarga. Asistamos con
recogimiento y compunción a la consumación del sacrificio que por nosotros
ofrece a la Justicia divina.
LA
CRUCIFIXIÓN. — Jesús es conducido por sus verdugos al lugar en que la Cruz,
puesta en tierra, indica la undécima estación de la Vía Dolorosa. Se coloca
como cordero destinado al holocausto sobre el leño que debe servir de altar. Extienden
sus miembros con violencia, y los clavos, que penetran entre los nervios y los
huesos, fijan al patíbulo sus manes y sus pies. La sangre fluye de estas cuatro
fuentes vivificadoras a las que vendrán a purificarse nuestras almas.
Es la cuarta
vez que mana de las venas del Redentor. María, al oír el ruido siniestro del
martillo, siente desgarrarse su corazón de madre. La Magdalena es presa de una
desolación tanto más amarga cuanto mayor es su impotencia para aliviar al
Maestro amado, que los hombres le han arrebatado.
Sin embargo de
eso, Jesús levanta la voz; pronuncia su primera palabra en el Calvario:
"Padre, dice, perdónales porque no saben lo que hacen." ¡Oh bondad
infinita del Creador! Vino a la tierra, obra de sus manos, y los hombres le han
crucificado; hasta en la Cruz ha rogado por ellos, y en su oración parece
querer excusarles.
JESÚS EN LA
CRUZ. — La víctima está fija en el madero en que ha de expirar; pero no debe
quedar así tendida en tierra. Isaías ha predicho "que el real vástago de
Jesé será enarbolado como un estandarte a la vista de todas las naciones"
1. Es preciso que el Salvador crucificado purifique los aires infestados con la
presencia de espíritus malignos; es preciso que el Mediador de dios y de los
hombres, el soberano Intercesor y Sacerdote, sea puesto entre el cielo y la
tierra para tratar de la reconciliación de ambos. A
poca distancia del lugar en que se halla extendida la Cruz han
abierto un agujero en la roca. En él es clavada la Cruz que domina así toda la
colina del Calvario. Es el lugar de la duodécima estación. Los soldados
consiguen con grandes esfuerzos la plantación del árbol de la salud. La
violencia de la repercusión viene a aumentar los dolores de Jesús, cuyo cuerpo
está completamente desgarrado y sostenido únicamente pollas llagas de sus pies
y de sus manos. Ahí está expuesto desnudo a los ojos de todos aquel que ha
venido a este mundo para cubrir la desnudez que el pecado había dejado en
nosotros, Al pie de la cruz los soldados se reparten los vestidos; pero
respetando la túnica. Según una piadosa tradición la había tejido María con sus
virginales manos. La sortean sin romperla; y se convierte así en el símbolo de
la unidad de la Iglesia que no debe romperse bajo ningún pretexto.
REY DE LOS
JUDÍOS. — Encima de la cabeza del Redentor está escrito en hebreo, en griego y
en latín: Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos. Todo el pueblo lee y repite esta
inscripción; y proclama una vez más sin quererlo la realeza del Hijo de David.
Los enemigos de Jesús lo han comprendido y se apresuran a pedir a Pilatos que
se quite ese rótulo; pero no reciben otra respuesta que ésta: "Lo que he
escrito, escrito está". Una circunstancia que la tradición de los Padres
nos ha transmitido, anuncia que este rey de los judíos, rechazado por su
pueblo, reinará con mucha mayor gloria sobre las naciones de la tierra que ha
recibido en herencia de su Padre. Los soldados, al plantar la cruz en el suelo,
la han dispuesto de suerte, que el divino crucificado vuelve la espalda a Jerusalén
y extiende sus brazos hacia las regiones de Occidente. El sol de la verdad se
pone sobre la ciudad deicida y se eleva al mismo tiempo sobre la Jerusalén
nueva, sobre Roma, esta orgullosa ciudad, que tiene conciencia de su eternidad,
pero que ignora todavía que será eterna precisamente por la cruz.
LOS INSULTOS.
— Levantemos nuestras miradas hacia este hombre-Dios cuya vida se extingue
rápidamente sobre el instrumento de su suplicio. Hele ahí suspendido en los
aires a la vista de todo Israel, "como la serpiente de bronce que Moisés
había ofrecido a las miradas de su pueblo en el desierto".
Pero este pueblo
no tiene para él sino ultrajes. Sus voces insolentes y despiadadas llegan hasta
El. "Tú, que destruyes el templo de Dios y le reedificas en tres días,
sálvate a ti mismo ahora; si Tú eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz, si
puedes." Los indignos pontífices del judaismo van más lejos aún en sus
escarnios, "¡A otros ha salvado, y no puede salvarse a sí mismo! ¡Cristo,
Rey de Israel, desciende de la cruz y creeremos en ti! ¡Pusiste tu confianza en
Dios, líbrete ahora! ¿No has dicho: yo soy el Hijo de Dios?" Y los dos
ladrones crucificados con él, se unían en este concierto de ultrajes.
ORACIÓN. —
Nunca la tierra había recibido de Dios un beneficio semejante al que se dignaba
concederla en esta hora; ni nunca el insulto a la Majestad divina se había
proferido con tanta audacia. Cristianos, que adoramos a aquel que los judíos
blasfeman, ofrezcámosle en este momento la reparación a que tantos derechos
tiene. Esos impíos le reprochan sus divinas palabras y las vuelven contra Él.
Recordémosle, por nuestra parte, aquella otra, dicha también por El, y que debe
llenar nuestros corazones de esperanza: "cuando yo fuere levantado de la
tierra, atraeré todas las cosas a mí". "Ha llegado, oh Jesús, el
momento de cumplir tu promesa; atráenos a ti. Estamos aún pegados a la tierra y
encadenados por mil intereses y atractivos; estamos cautivos del amor a nosotros
mismos, y nuestro vuelo hacia ti se ve impedido sin cesar; sé el imán que nos
atraiga y rompa nuestros lazos a fin de llevarnos hasta ti, y que la conquista
de nuestras almas venga por fin a consolar tu corazón oprimido."
LAS TINIEBLAS.
— Hemos llegado a la hora sexta, la hora que nosotros llamamos de mediodía. El
sol que brillaba en el cielo, como testigo insensible, se oscurece de repente y
una noche densa extiende sus tinieblas sobre la tierra toda. Las estrellas
aparecen en el firmamento; la naturaleza entera queda en silencio y el mundo
parece volver al caos. Se cuenta que el célebre Dionisio del Areópago de
Atenas, que fue más tarde discípulo del Apóstol de las gentes, exclamó en el
momento de este eclipse: "O sufre el Dios de la naturaleza o la máquina de
este mundo está a punto de estallar." Phlegon, autor pagano, que escribía
un siglo después, menciona el espanto que extendieron en el imperio romano
estas tinieblas inesperadas, cuya invasión hizo caer por tierra todos los
cálculos de los astrónomos.
EL BUEN LADRÓN.
— Un fenómeno tan importante, testimonio bien claro de la cólera divina, hiela
de espanto a los más osados blasfemos. El silencio sucede a tantos clamores.
Este es el momento en que el ladrón, cuya cruz estaba colocada a la derecha de
la de Jesús, siente nacer a la vez en su corazón el remordimiento y la esperanza.
Se atreve a reprender al compañero con quien hace un instante insultaba al
inocente: "¿Ni siquiera tú temes a Dios, le dice, tú que sufres la misma
condena? En cuanto a nosotros justo es lo que recibimos, pues sufrimos lo que nuestras
acciones merecen; pero éste no ha hecho mal alguno." ¡Jesús defendido por
un ladrón en este momento, en que los Doctores de la ley judia, aquellos que se
sientan sobre la cátedra de Moisés no tienen para El sino ultrajes! Nada
demuestra mejor el grado de obcecación a que ha llegado la Sinagoga. Dimas,
este ladrón, este deshecho, es figura en este momento de la gentilidad, que
sucumbe bajo el peso de sus crímenes, pero que pronto se purificará al confesar
la divinidad del Crucificado. Vuelve penosamente su cabeza hacia la cruz de
Jesús y dirigiéndose al Salvador: "Señor, exclama, acuérdate de mí cuando
estuvieres en tu reino." Cree en la realeza de Jesús, en esa realeza de la
cual los sacerdotes y los magistrados de su nación se reían.
La calma y la
dignidad de la augusta víctima sobre el patíbulo le han revelado toda su grandeza;
afirman su fe; implora de ella con confianza un simple recuerdo, cuando la
gloria haya sucedido a la humillación. ¡Qué cristiano tan gigante acaba de
hacer la gracia en este ladrón! Y esa gracia ¡quién se atrevería a decir que no
ha sido pedida y obtenida por la Madre de misericordia en este momento solemne
en que ella se ofrece en un mismo sacrificio con su Hijo! Jesús se conmueve al
encontrar en un ladrón, ajusticiado por sus crímenes, esa fe que en vano ha
buscado en Israel; y responde a su humilde súplica. "En verdad, le dice,
hoy estarás conmigo en el paraíso." Es la segunda palabra de Jesús sobre
la cruz. El dichoso penitente la recoge con alegría en su corazón; y en
adelante guarda silencio y espera, en expiación, la hora que debe librarle.
EL GRUPO DE
LOS FIELES. — Entre tanto María se ha acercado a la cruz en que está clavado Jesús.
Para una madre no hay tinieblas que impidan conocer a su Hijo. El tumulto se ha
apaciguado, desde que el sol ocultó su luz, y los soldados no ponen obstáculo a
esta aproximación. Jesús mira tiernamente a María, ve su desolación; y el dolor
de su corazón que parecía haber llegado a su más alto grado se acrecienta más
aún. Va a abandonar esta vida; y su madre no puede subir hasta El, estrecharle
entre sus brazos y prodigarle sus últimas caricias. Magdalena está allí
también, descorazonada, fuera de sí. Los pies del Salvador, esos pies, que ella
tanto amaba, que regaba incluso con sus perfumes hacía algunos días, están
heridos, bañados en la sangre que de ellos brota y que comienza a cuajarse en
las llagas. Todavía puede bañarlos con sus lágrimas, pero éstas no podían
curarle. Ha venido para ver morir a aquel que recompensó su amor con el perdón.
Juan, el discípulo amado, el único discípulo que ha seguido a su Maestro hasta
el Calvario, está abismado en su dolor. Recuerda la predilección de que fue
objeto, por parte de Jesús, ayer en el banquete misterioso. Sufre por el hijo y
sufre también por la madre; pero su corazón no prevé el precio inestimable con
que Jesús ha resuelto pagar su amor. María Cleofás ha acompañado a María junto
a la cruz; las otras mujeres forman un grupo a poca distancia.
MARÍA, NUESTRA
MADRE. — De repente, en medio de un silencio interrumpido sólo por los sollozos,
la voz de Jesús muriente resuena por tercera vez: Dirigiéndose a su Madre:
"Mujer, la dice (porque no se atreve a llamarla su madre, a fin de no revolver
la espada en la llaga de su corazón), mujer, he ahí a tu hijo." Con esta
palabra designaba a Juan. Después volviéndose a éste apiade: "Hijo, he ahí
a tu madre."
Cambio
doloroso para el corazón de María, pero sustitución que asegura para siempre a
Juan, y en él a la raza humana, el beneficio de una madre. Hemos descrito esta
escena más detalladamente en el Viernes de la Semana de Pasión. Hoy, en este
aniversario aceptemos este generoso testamento de nuestro Salvador, que por su
Encarnación nos había procurado la adopción de su Padre Celestial y en este
momento nos da a su propia Madre.
LOS ÚLTIMOS
INSTANTES. — Se acerca ya la hora nona (las tres de la tarde) es la hora que
los decretos eternos fijaron para la muerte del Hombre-Dios. Jesús experimenta
en su voluntad un nuevo acceso de ese cruel abandono que sintió en Getsemani, siente
todo el peso de la desgracia de Dios en que ha incurrido al salir fiador de los
pecadores. La amargura del cáliz de la cólera de Dios, que debe apurar hasta
las heces, produce en él un desfallecimiento que se expresa por este grito
lastimero: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" Es la
cuarta palabra; pero esta palabra no devuelve la serenidad al cielo. Jesús no
se atreve a decir: "¡Padre mío!" Se diría que no es sino un hombre
pecador, al pie del tribunal inflexible de Dios. Entre tanto una calentura
ardiente devora sus entrañas y de su boca jadeante se escapa a duras penas esta
palabra, que es la quinta: "Tengo sed." Uno de los soldados presenta
entonces a sus labios moribundos una esponja empapada en vinagre. Este es todo
el alivio que en su sed ardiente le ofrece esta tierra a la que cada día
refresca con su rocío y cuyos ríos y fuentes Él ha hecho brotar.
LA MUERTE. —
Ha llegado finalmente el momento en que Jesús debe entregar su alma al Padre.
Recorre, en rápida ojeada, todos los oráculos divinos que han anunciado hasta
las menores circunstancia de su misión y ve que ni uno solo ha dejado de
cumplirse, hasta esa sed que experimenta, hasta ese vinagre que le han dado a
gustar. Profiriendo entonces la sexta palabra, dice; "Todo está
consumado." No queda pues sino morir, para poner el último sello a las profecías
que han anunciado su muerte como medio final de nuestra Redención. Este hombre
agotado, agonizante, que poco ha murmuraba con dificultad algunas palabras, da
un gran grito que resuena a lo lejos y sobrecoge de espanto y admiración a la
vez al centurión romano que mandaba los soldados que estaban al pie de la cruz.
"¡Padre!, exclama, en tus manos encomiendo mi espíritu." Después de
esta séptima y última palabra, su cabeza se inclina sobre el pecho de donde se
escapa su último suspiro.
LA DERROTA DE
SATANÁS. — En este momento cesan las tinieblas y el sol aparece de nuevo en el
cielo; pero la tierra tiembla; se parten las piedras y la roca misma del
Calvario se divide entre la cruz de Jesús y la del buen ladrón. Esta hendidura
puede verse aún hoy día. En el templo de Jerusalén un fenómeno viene a atemorizar
a los sacerdotes judíos. El velo del templo, que ocultaba el Santo de los Santos
se rasga de arriba abajo, anunciando con esto el final del reino de las
figuras. Muchas tumbas en las que reposaban santos personajes, se abren por sí
mismas y los muertos que contenían vuelven a la vida. Pero sobre todo se hace
sentir la repercusión de esta muerte en el fondo de los infiernos. Satanás comprende
por fin el poder y la divinidad de este Justo, contra el cual ha amontonado
imprudentemente las pasiones de la sinagoga. Su ceguera es la que ha hecho
derramar esa sangre cuya virtud libra al género humano y le abre las puertas
del cielo. Sabe ahora a qué atenerse respecto a Jesús de Nazaret, a quien se
atrevió a acercarse en el desierto para tentarle. Reconoce con desesperación,
que este Jesús es el propio Hijo del Eterno y que la redención negada a los
ángeles rebeldes, le ha sido otorgada al hombre de un modo sobrenatural, por
los méritos de la sangre, que el mismo Satanás ha hecho derramar en el
Calvario.
ORACIÓN
Oh Hijo
adorable del Padre. ¡Te adoramos muerto sobre el madero de tu sacrificio! Tu
muerte acerbísima nos ha devuelto la vida. Herimos nuestros pechos como esos judíos
que habían esperado tu último suspiro y entran en la ciudad movidos a compunción.
Confesamos que han sido nuestros pecados los que te han quitado la vida;
dígnate aceptar nuestras acciones de gracias por el amor que nos has mostrado
hasta el fin. Tú nos has amado en Dios; en adelante a nosotros nos toca
servirte, como rescatados por tu sangre; somos posesión tuya y Tú eres nuestro
Señor. Mas he aquí que tu Iglesia nos convoca al oficio divino; y debemos
descender del Calvario para unirnos a ella y celebrar tus alabanzas. Pronto
volveremos junto a tu cuerpo inanimado y asistiremos a tus funerales
acompañándolos con nuestras lágrimas y tristezas. María tu Madre, permanece al
pie de la cruz; y nada puede separarla de tus restos mortales. Magdalena está
atada a tus pies. Juan y las santas mujeres forman en derredor tuyo un cortejo
de desolación. Adoramos una vez más tu cuerpo sagrado, tu sangre preciosa y tu
cruz que nos ha salvado.
ULTIMAS HORAS
DE LA TARDE LA LANZADA. — Volvamos al Calvario a terminar este día de duelo
universal. Hemos dejado allí a María en compañía de Magdalena, de Juan y de las
otras santas mujeres. Apenas ha trascurrido una hora desde que Jesús expiró y
he aquí que soldados, conducidos por un centurión vienen a turbar con el ruido
de su voz y de sus pasos el silencio que reina en la colina.
Han de cumplir
una orden de Pilatos. A ruegos de los príncipes de los sacerdotes el gobernador
ha mandado que se les quiebren las piernas, se los desclave de la cruz y que
sean enterrados antes de la noche. Los judíos contaban los días a partir de la
puesta del sol; pronto va a comenzar, por tanto, el gran Sábado. Los soldados
se dirigen hacia las cruces; van primeramente a la de los ladrones, a los que
rompen las piernas y luego a la cruz del Redentor. El corazón de María tiembla
al verles. ¿Qué nuevo ultraje reservan esos bárbaros hombres para el cuerpo
ensangrentado de su Hijo? Observan al divino ajusticiado y comprueban que la
vida ha cesado ya en El. Sin embargo, para asegurarse de la muerte, uno de
ellos blande su lanza y la hunde en el costado derecho de la víctima. El hierro
penetra hasta el corazón; y cuando el soldado la retira, sangre y agua brotan
de esta última llaga. Es la quinta efusión de esa sangre redentora y es también
la quinta de las llagas que Jesús recibió sobre la cruz.
JESÚS BAJADO
DE LA CRUZ. — María ha sentido hasta en el fondo de su alma la punta de esa
lanza cruel; los sollozos y las lágrimas se renuevan en torno suyo. ¿Cómo
terminará esta triste jornada? ¿Qué manos descenderán de la cruz al Cordero que
en ella está suspendido? ¿Quién, finalmente, le devolverá a su Madre? Los soldados
se retiran y con ellos Longinos, el que osó darle la lanzada, y que siente ya
en sí mismo un movimiento, extraño presagio de la fe de que un día será mártir.
Más he aquí que se acercan dos hombres; son dos judíos, José de Arimatea y Nicodemus
que van subiendo la colina, hasta detenerse con emoción al pie de la cruz de
Jesús. María fija sobre ellos una mirada de reconocimiento. Han venido para
poner en sus brazos el cuerpo de su Hijo, y para rendir luego a su maestro los
honores de la sepultura. Estos fieles discípulos vienen provistos de la
autorización del gobernador. Pilatos ha otorgado a José el cuerpo de Jesús.
Se apresuran a
desclavar los sagrados miembros, porque el tiempo es corto, el sol camina hacia
su ocaso y está ya próxima la primera hora del sábado. Junto al lugar en que se
alza la cruz, en la parte baja del montículo, hay un jardín y en éste una
cámara sepulcral tallada en la roca. En ella va a descansar Jesús. José y
Nicodemus, cargados con la preciosa carga, descienden de la colina y depositan
el cuerpo sagrado sobre una roca a poca distancia del sepulcro. La Madre de
Jesús recibe de sus manos al Hijo de su ternura; riega con sus lágrimas,
recorre con sus besos las innumerables y crueles llagas de que está cubierto su
cuerpo, Juan, Magdalena y las otras santas mujeres compadecen a la Madre de los
dolores; pero urge el tiempo de embalsamar estos restos inanimados. Sobre esa
roca, que aun actualmente se llama Piedra de Unción, y que señala la décima
tercera estación de la Vía dolorosa, José extiende el lienzo que ha traído;
Nicodemus, que había ordenado traer a sus siervos hasta cien libras de mirra y
áloe, va disponiendo los perfumes. Lavan la sangre de las heridas; quitan
suavemente la corona de espinas de la cabeza del divino rey y llega el momento
de envolver el cuerpo con el lienzo. María estrecha entre sus brazos una vez
más el cuerpo inerte de su amado, que pronto va a ocultarse a sus miradas, bajo
los pliegues del velo y de las vendas.
JESÚS EN LA
TUMBA. — José y Nicodemus se levantan y tomando de nuevo la noble carga, le
llevan al sepulcro. Esta es la décima cuarta estación de la Vía dolorosa. En el
sepulcro había dos cámaras talladas en la roca, comunicándose la una con la
otra; extendiendo el cuerpo del Salvador en un nicho practicado a cincel, en la
segunda cámara a mano derecha, salen con presteza; y, reuniendo todas sus
fuerzas, ruedan a la entrada del monumento una piedra que deberá servir de
puerta, y que pronto, a petición de los enemigos de Jesús, la autoridad pública
vendrá a sellar con su sello y a protegerla con un puesto de soldados romanos.
NUESTRA SEÑORA
DE LOS DOLORES. — El sol está a punto de ponerse y va a comenzar el gran Sábado
con sus severas prescripciones. Magdalena y las otras mujeres han observado los
lugares y la disposición del cuerpo en el sepulcro. Suspenden sus lamentaciones
y descienden apresuradamente hacia Jerusalén. Su intento es comprar perfumes y
prepararlos, a fin de que, terminado el sábado, puedan volver a la tumba, el
Domingo de madrugada, y completar el embalsamamiento demasiado precipitado del
cuerpo de su Maestro. María, después de saludar por última vez la tumba que
encierra el objeto de su ternura, sigue al cortejo que camina hacia la ciudad.
Juan, su hijo de adopción, está junto a ella. Desde este momento será el
custodio de aquella que, sin dejar de ser Madre de Dios, se hace en él madre de
los hombres. Pero, ¡a precio de qué crueles sufrimientos ha obtenido este nuevo
título! ¡Qué herida ha recibido su corazón en el momento en que la hemos sido
confiados! Acompañémosla nosotros también fielmente durante esas horas crueles,
que deberán trascurrir antes que la Resurrección de Jesús venga a consolar su
inmenso dolor.
ORACION JUNTO
A LA TUMBA DE JESUS
Pero nosotros
no abandonaremos tu sepulcro ¡oh Redentor! sin depositar en él el tributo de
nuestras oraciones y la satisfacción de nuestro arrepentimiento. ¡Hete ahí
cautivo de la muerte! Esta hija del pecado ha extendido su imperio sobre Ti. Te
has sometido a la sentencia, dictada contra nosotros, y has querido hacerte
semejante a nosotros hasta en la tumba. ¿Qué reparación podría igualar a la
humillación que sufres en este estado?, éste nos era a nosotros debido; más Tú
no le has hecho tuyo, ¡oh soberano autor de la vida!, más que a causa de tu
amor para con nosotros. Los ángeles hacen la guardia en torno a esa piedra
sobre la que reposa tu cuerpo; admiran tu amor para con el hombre, esta débil e
ingrata criatura. Has sufrido la muerte no por sus hermanos caídos, sino por
nosotros, los últimos de la creación. Pero, ¿qué lazo indisoluble forma en
adelante entre Ti y nosotros este sacrificio que acabas de ofrecer? Has muerto
por nosotros; ahora deberemos nosotros vivir para Ti. Así te lo prometemos ¡oh
Jesús! sobre esta tumba que nuestros pecados habían cabado para Ti. Queremos
también morir al pecado y vivir en tu gracia. Seguiremos en adelante tus
preceptos y tus ejemplos y nos alejaremos del pecado, que nos ha hecho
responsables de tu muerte amarga y dolorosa. Recibimos junto con tu cruz todas
las cruces de que la vida humana está sembrada, tan ligeras, en comparación de
la tuya. Aceptamos, en fin, el morir nosotros también, cuando sea llegado el
momento de sufrir la sentencia merecida, que la justicia de tu Padre ha
pronunciado contra nosotros. Tú has suavizado con tu muerte ese momento tan
temible de la naturaleza. Para Ti la muerte es un tránsito a la vida; y así
como en este momento nos separamos de tu sepulcro con la esperanza próxima de
saludar tu gloriosa resurrección, así también, al abandonar a la tierra los
restos mortales, nuestra alma llena de confianza subirá hacia Ti, con la
esperanza de unirse un día a este polvo culpable, que la tumba debe devolver,
después de haberle purificado.
—DOM PRÓSPERO
GUÉRANGER, El Año Litúrgico, Primera Edición Española Traducida Y Adaptada Para
Los Países Hispano-Americanos Por Los Monjes De Santo Domingo De Silos.
NIHIL OBSTAT:
F.R. FRANCISCVS SÁNCHEZ. 0. S. H. Censor ordinis.
IMPRIMATVR: P.
ISAAC M. TORIBIOS, Abbas Silensis, Ex Monasterio Sancti Dominici de Silos, die
7.I.1953
[1] COMUNIÓN ESPIRITUAL,
VERDADERA COMUNIÓN: https://www.facebook.com/photo?fbid=381902818003537&set=a.235028616024292
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