SANTO DIA DE PENTECOSTES LA VENIDA DEL ESPIRITU SANTO
EL SANTO DIA DE PENTECOSTÉS
LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO
El gran
día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin sobre el
mundo. "El día de Pentecostés —como dice San Lucas— se ha cumplido".
Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue
y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al
recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de Cristo; le va a ser
impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir "la plenitud de
Dios".
PENTECOSTÉS
JUDÍA. — En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagésimo
día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a
través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que
debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas
fue aquel en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés
(día cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la
ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de
tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también Pentecostés era profético:
debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una
segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios,
vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu
Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en
adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS
CRISTIANA. — Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La primera,
sobre los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una
ley grabada en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no
ha caído aún la maldición, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo
nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo
Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos;
los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda
del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias.
Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra
entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué
quiero sino que se encienda!" Ha llegado la hora, y el que en Dios es
Amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención
misericordiosa del Emmanuel. En este momento en que el recogimiento reina en el
Cenáculo, Jerusalén está llena de peregrinos, llegados de todas las regiones de
la gentilidad, y algo extraño agita a estos hombres hasta el fondo de su
corazón. Son judíos venidos para la fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos
los lugares donde Israel ha ido a establecer sus sinagogas. Asia, África, Roma
incluso, suministran todo este contingente. Mezclados con los judíos de pura
raza, se ve a paganos a quienes cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar
la ley de Moisés y sus prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo móvil
que ha de dispensarse dentro de pocos días, y a quienes ha traído a Jerusalén
sólo el deseo de cumplir la ley, representa, por la diversidad de idiomas, la
confusión de Babel; pero los que le componen están menos influenciados de
orgullo y de prejuicios que los habitantes de Judea. Advenedizos de ayer, no
han conocido ni rechazado como estos últimos al Mesías, ni han blasfemado de
sus obras, que daban testimonio de él. Si han gritado ante Pilatos con los
otros judíos para pedir que el Justo sea crucificado, fue por que fueron
arrastrados por el ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta
Jerusalén, hacia la cual les había conducido su piedad y docilidad a la ley.
EL SOPLO
DEL ESPÍRIT U SANTO. — Per o h a llegado la hora, la hora de Tercia, la hora
predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas,
concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del
mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para
encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente:
así el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu
Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los tiempos,
la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de asistirla y
mantenerla y de salvar y santificar las almas. De repente se oye un viento
violento que venia del cielo; rugió fuera y llenó el Cenáculo con su soplo
poderoso. Fuera congrega al rededor del edificio que está puesto en la montaña
de Sión una turba de habitantes de Jerusalén y extranjeros; dentro, lo conmueve
todo, agita a los ciento veinte discípulos del Salvador y muestra que nada le
puede resistir. Jesús había dicho de él: "Es un viento que sopla donde
quiere y vosotros escucháis resonar su voz; poder invisible que conmueve hasta
los abismos, en las profundidades del mar, y lanza las olas hasta las nubes. En
adelante este viento recorrerá la tierra en todos los sentidos, y nada puede
sustraerse a su dominio.
LAS
LENGUAS DE FUEGO. — Si n embargo , la santa asamblea que estaba completamente
absorta en el éxtasis de la espera, conservó la misma actitud. Pasiva al
esfuerzo del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que
una preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada
para los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior
del edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, "que arde sin quemar,
que luce sin consumir"; unas llamas en forma de lenguas de fuego se
colocan sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el
Espíritu divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros.
La Iglesia ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte
discípulos. Todos ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos;
se ha comenzado su reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.
Pero admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho
se mostró en el Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de
fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la
dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues, que el
mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio
no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra
será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte discípulos
hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del Espíritu Santo
que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las adopta; y su
palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban estarán
unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia católica,
universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares. Jesús había
dicho: "Id, enseñad a todas las naciones." El Espíritu trae del cielo
a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y de los
hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido en los
hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la transmitirán a
otros hasta el fin de los siglos.
DON DE LENGUAS.
— Sin embargo de eso, parece que un obstáculo sale al paso a esta misión. Desde
Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo no se entiende
en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de conquista de
tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas que se
desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa embriaguez
sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido el don de
entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este mismo
instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de la
tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con
deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión
de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la
separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de
idioma. ¡Cuán hermosa apareces, Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la
acción divina del Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos
recuerdas el magnífico espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje
humano no hablaba más que una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará
al día de Pentecostés, ni se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece
en este momento. Después de la predicación de los Apóstoles se irá
extinguiendo, por no ser necesaria, la forma primera del prodigio; pero tú no
cesarás de hablar todas las lenguas hasta el fin de los siglos, porque no te
verás limitada a los confines de una sola nación, sino que habitarás todo el
mundo. En todas partes se oirá confesar, una misma fe en las diversas lenguas
de cada nación, y de este modo el mi[1]lagro
de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los
siglos y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín,
hablando a los fieles, dice estas admirables palabras: "La Iglesia,
extendida por todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia
sino el cuerpo de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro.
Si, pues, formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros
también podéis consideraros como participantes en este don". Durante los
siglos de fe, la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad,
hizo aún más: llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había
conquistado. La lengua latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del
mundo civilizado. A pesar de las distancias, se la podían confiar todas las
relaciones existentes entre los diversos pueblos, las comunicaciones de la
ciencia y aun los negocios de los particulares; nadie de los que hablaban esta
lengua se consideraba extranjero en todo el Occidente. La herejía del siglo xvi
emancipó a las naciones de este bien como de tantos otros, Europa, dividida
durante largo tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente
la Iglesia y su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas
puertas aún no se han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en él
hace el Espíritu de Dios.
MARÍA EN
EL CENÁCULO. — Nuestra mirada se dirige instintivamente hacia María, ahora más
que nunca, "la llena de gracia". Podría parecer que después de los
dones inmensos prodigados en su concepción inmaculada, después de los tesoros
de santidad que derramó en ella la presencia del Verbo encarnado durante los
nueve meses que le llevó en su seno, después de los so[1]corros
especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la obra de la
Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció, después de la
gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de los dones con
que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que estuviese en los
planes eternos de Dios. Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora para
María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a la
Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido para
el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados
maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia
de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella,
sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo!
Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera "Madre de los vivientes",
un nuevo aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto
primario de los favores del Espíritu Santo. El fue quien la fecundó en otro
tiempo para que fuese la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre
de los cristianos. "El río de la gracia, como dice David, inunda con sus
aguas a esta Ciudad de Dios que la recibe con regocijo"; el Espíritu de
amor cumple hoy el Oráculo de Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho
señalando al hombre: "Mujer, he ahí a tu Hijo"; ha llegado el tiempo
y María ha recibido con una plenitud maravillosa esta gracia maternal que
comienza a ejercer desde hoy y que la acompañará aún sobre su trono de reina
hasta que la Iglesia se haya desarrollado suficientemente y ella pueda
abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la diadema esperada. Contemplemos
la nueva belleza que aparece en el rostro de quien el Señor ha dotado de una
segunda maternidad: esta belleza es la obra maestra que realiza en este día el
Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a María y un nuevo amor se enciende en
su corazón: se halla por entero ocupada en la misión para la cual ha quedado
sobre la tierra. La gracia apostólica ha descendido sobre ella. La lengua de
fuego que ha recibido no hablará en predicaciones públicas; pero hablará a los
apóstoles, les guiará y les consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta
dulzura como fuerza al oído de los fieles que sentirán una atracción
irresistible hacia aquella a quien el Señor ha colmado de sus gracias. Como una
leche generosa, dará a los primeros fieles de la Iglesia la fortaleza que les
hará triunfar en los asaltos del enemigo, y arrancándose de su lado, irá
Esteban a abrir la noble carrera de los mártires.
LOS APÓSTOLES.
— Consideremos ahora al colegio apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la
venida del Espíritu Santo a estos hombres a quienes encontrábamos ya tan
diferentes de sí mismos después de las relaciones tenidas durante cuarenta días
con su Maestro? ¿No sentís que han sido transformados, que un ardor divino les
arrebata y que dentro de breves instantes se lanzarán a la conquista del mundo?
Ya se ha cumplido en ellos todo lo que les había anunciado su Maestro;
realmente, ha descendido sobre ellos el poder del Altísimo a armarlos para el
combate. ¿Dónde están los que temblaban ante los enemigos de Jesús, los que
dudaban en su resurrección? La verdad que les ha predicado su maestro aparece
clara a su inteligencia; ven todo, comprenden todo. El Espíritu Santo les ha
infundido la fe en el grado más sublime y arden en deseos de derramar esta fe
por el mundo entero. Lejos de temer, en adelante están dispuestos a afrontar
todos los peligros predicando a todas las naciones el nombre y la gloria de
Cristo, como él se lo había mandado.
LOS
DISCÍPULOS. — En segundo plano aparecen los discípulos, menos favorecidos en
esta visita que los doce príncipes del colegio apostó[1]lico,
pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se lanzarán a
conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de las santas
mujeres también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la forma de
fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las condujo las
primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo fervor. La
lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes para hablar de
su Maestro a los judíos y gentiles.
LOS
JUDÍOS. — La turba de los judíos que oyó el ruido que anunciaba la venida del
Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo Espíritu que obra en lo íntimo
de la conciencia tan maravillosamente les obliga a rodear esta casa que
contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer. Resuenan sus clamores y
pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en tan estrechos límites.
En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta del Cenáculo para poderse
comunicar con una multitud ansiosa por conocer el nuevo prodigio que acaba de
hacer el Dios de Israel. Pero he aquí que esa multitud compuesta de gente de
todas las nacionalidades que espera oír hablar a galileos se queda estupefacta.
No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas y confusas y cada uno
les oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la unidad aparece ahora en
toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha manifestado a todas las naciones
representdas en esta multitud. Esta Iglesia será una; porque Dios ha roto las barreras
que en otro tiempo puso, en su justicia, para separar a las naciones. He aquí
los mensajeros de Cristo; están dispuestos para ir a predicar el evangelio por
todo el mundo. Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al prodigio,
se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: "Estos
hombres, dicen, se han saturado de vino." Tal es el lenguaje del
racionalismo que todo lo quiere explicar a las luces de la razón humana. Con
todo eso los pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos
los pueblos del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del
linaje humano el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el
momento; hay que proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero.
¿Pero quién será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor
que reemplaza la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de
subir al cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya
es hora de que toda esa multitud le vea y le escuche; va a formarse el rebaño,
pero es necesario que se muestre el pastor. Escuchemos al Espíritu Santo, que
va a expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud
asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque
habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país
que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y
divinidad de la nueva ley.
EL
BISCURSO DE PEDRO. — "Varones judíos, exclamó, y habitantes todos de
Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. No están éstos borrachos,
como vosotros suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es lo que predijo el
profeta Joél: "Y sucederá en los últimos días, dice, el Señor, que
derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras
hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y
sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y profetizarán."
Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón probado
por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por El
en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, entregado según los
designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la cruz y le disteis
muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de la muerte, le
resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella, pues David
dice de El: "Mi carne reposará en la esperanza, porque no permitirás que
tu Santo experimente la corrupción del sepulcro." David no hablaba de sí
propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre nosotros; anunciaba
la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el sepulcro ni su carne ha
conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios, de lo cual todos
nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la
promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la tierra, como vosotros mismos
veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de Israel que Dios le ha hecho Señor
y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado". Así concluyó
la promulgación de la nueva ley por boca del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir
las gentes el don inestimable de este segundo Pentecostés, que disipaba las
sombras del antiguo y que realizaba en este gran día las divinas realidades?
Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía con un milagro. Pedro recuerda los
prodigios con que Jesús daba testimonio de sí mismo, de los cuales no hizo caso
la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu Santo, y como prueba alega el
prodigio inaudito que sus oyentes tienen ante sus ojos, en el don de lenguas
concedido a todos los habitantes del Cenáculo.
LAS
PRIMERAS CONVERSIONES. — El Espíritu Santo que se cernía sobre la multitud
continúa su obra, fecundando con su acción divina el corazón de aquellos
predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en estos discípulos del
Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del mundo para una Pascua y
un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos de miedo y de dolor por
haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y ascensión acaban de
confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro y sus compañeros:
"Hermanos, ¿qué debemos hacer?" ¡Admirable disposición para recibir
la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus obras con lo
que crean. Pedro continúa su discurso: "Haced penitencia, les dice, y
bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y también vosotros participaréis de
los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa y también a los
gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor." Con
cada una de las palabras del nuevo Moisés se va borrando el antiguo
Pentecostés, y el Pentecostés cristiano brilla cada vez con una luz más
espléndida. El reino del Espíritu Santo se ha inaugurado en Jerusalén ante el
templo que está condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro habló más; pero
el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que resonaron como el
último llamamiento a la salvación: "Salvaos, hijos de Israel, salvaos de
esta generación perversa." En efecto, tenían que romper con los suyos,
merecer por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga
a la Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el
triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas
se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina
adopción. ¡Oh Iglesia del Dios vivo, qué hermosos son tus progresos con el soplo
del Espíritu divino! En primer lugar has residido en la inmaculada Virgen
María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo paso te dota de ciento
veinte discípulos, y he aquí que en el tercero son tres mil los elegidos,
nuestros padres en la fe, abandonarán pronto Jerusalén, que, cuando vayan a sus
países, serán las primicias del nuevo pueblo Mañana hablará Pedro en el mismo
templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas.
Salve, oh Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que
militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo. ¡Oh
Pentecostés, día sagrado de nuestro nacimiento, tú abres con gloria la serie de
siglos que recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos comunicas el Espíritu de Dios
que viene a escribir la ley que regirá a los discípulos de Jesús, no sobre la
piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh Pentecostés promulgado en Jerusalén!, pero
qué pronto extenderás tus beneficios a los pueblos de la gentilidad, tú vienes
a cumplir las esperanzas que despertó en nosotros el misterio de Epifanía. Los
magos venían de Oriente y nosotros les seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero
sabíamos que también llegaría nuestro día. Tu gracia, Espíritu Santo, los había
empujado hacia Belén; pero en este Pentecostés que proclama tu imperio con
tanta energía, tú nos llamas a todos; la estrella se ha transformado en lenguas
de fuego y la faz de la tierra se renovará. Haz que nuestro corazón conserve
los dones que nos has traído, estos dones que nos han destinado el Padre y el
Hijo que te enviaron.
EL
MISTERIO DE PENTECOSTÉS. — No es extraño que la Iglesia haya dado tanta
importancia al misterio de Pentecostés como al de Pascua, dada la importancia
de que goza en la economía del cristianismo. La Pascua es el rescate del hombre
por la victoria de Cristo; en Pentecostés el Espíritu Santo toma posesión del
hombre rescatado; la Ascensión es el misterio intermediario. Por una parte, consuma
ésta el misterio de Pascua, constituyendo al Hombre-Dios vencedor de la muerte
y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios Padre; por otra, determina el
envío del Espíritu Santo sobre la tierra. Este envío no podía realizarse antes
de la glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan, y numerosas razones
alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en
unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía
enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión
exterior de una de las divinas personas no es más que la consecuencia y manifestación
de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de la divinidad.
Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo, porque no
procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque éste le engendra desde la
eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque éste procede de
ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar mayor
gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo encarnado
en la diestra de Dios; además era en extremo glorioso para la naturaleza humana
que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese indisolublemente unido
a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios, de modo que se pudiese
decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu Santo sobre la tierra. No
se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo hasta que no se hubiese
ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de Jesús. Como hemos dicho, era
necesario que los ojos y el corazón de los fieles siguiesen al divino ausente
con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora bien, ¿a quién sino al
Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este amor nuevo, puesto que es
el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo? Este Espíritu que abraza
y une se llama en las Sagradas Escrituras "el don de Dios"; éste es
quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo Jesús a la
Samaritana junto al pozo de Sícar: "Si conocieses el don Dios" Aún no
había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos dones
parciales. A partir de este momento una inundación de fuego cubre toda la
tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos
el don de Dios; no tenemos más que aceptarle y abrirle las puertas de nuestro
corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han
convertido por el sermón de San Pedro. Considerad en qué época del año viene el
Espíritu Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto cómo el Sol de
justicia se levantaba tímidamente de entre las tinieblas del solsticio de
invierno para llegar lentamente a su cénit. En un sublime contraste, el
Espíritu del Padre y del Hijo busca otras armonías. Es fuego y fuego que
consume; por eso aparece en el mundo cuando el sol brilla con todo su
esplendor, cuando este astro contempla cubierta de flores y de frutos a la
tierra que acaricia con sus rayos. Acojamos el calor vivificante del Espíritu
de Dios y pidámosle que su calor no se extinga en nosotros. En este momento del
Año Litúrgico estamos en plena posesión de la verdad por el Verbo encarnado;
procuremos conservar fiel[1]mente
el amor que nos trae el Espíritu Santo.
LITURGIA
DE PENTECOSTÉS. — Fundado sobre un pasado de cuatro mil años de figuras, el Pentecostés
cristiano, el verdadero Pentecostés, es una de las fiestas que fundaron los
mismos Apóstoles. Hemos visto cómo en la antigüedad, al igual de la Pascua,
tenía el honor de conducir los catecúmenos a las fuentes bautismales. Su
octava, como la de Pascua, no pasa del sábado por la misma razón. El bautismo
se administraba en la noche del sábado al domingo, y para los neófitos
comenzaba esta fiesta con la ceremonia del bautismo. Como los que eran bautizados
en Pascua vestían túnicas blancas y las deponían el sábado siguiente, que se
consideraba como el día octavo. En la Edad Media se dio a la fiesta de Pentecostés
el nombre de Pascua de las rosas; ya hemos visto cómo se puso el nombre de
Domingo de las rosas a la dominica infraoctava de la Ascensión. El color rojo
de la rosa y su perfume recordaban a nuestros padres las lenguas de fuego que
descendieron en el Cenáculo sobre los ciento veinte discípulos, como los
pétalos deshojados de la rosa divina que derramaba el amor y la plenitud de la
gracia sobre la Iglesia naciente. Esto es lo que nos recuerda la Liturgia al
escoger el color rojo durante toda su octava. Durando de Mende, en su Racional
tan precioso para conocer los usos litúrgicos de aquel tiempo, nos dice que
durante el siglo x m en nuestras iglesias se soltaban algunas palomas durante
la misa, las cuales revoloteaban sobre los fieles en recuerdo de la primera
manifestación del Espíritu Santo en el Jordán, y además se arrojaban desde la
bóveda estopa encendida y rosas en re[1]cuerdo
de su segunda manifestación en el Cenáculo. En Roma, la estación tenía lugar en
la Basílica de San Pedro. Justo era que la Iglesia honrase al príncipe de los
apóstoles, cuya elocuencia trajo a la Iglesia tres mil discípulos.
TERCIA
La Iglesia
celebra hoy Tercia con solemnidad especial, con el fin de ponernos en comunicación
más íntima con los dichosos habitantes del Cenáculo. Incluso escogió esta hora
para celebrar durante ella el santo sacrificio, al cual preside el Espíritu
Santo con todo el poder de su operación. Esta hora, que corresponde a las nueve
de la mañana según nuestro modo de contar, se caracteriza, además, por una
invocación al Espíritu Santo formulada en el Himno de San Ambrosio; pero hoy no
es el Himno ordinario el que dirige la Iglesia al Paráclito. Es el cántico Veni
Creator que nos ha legado el siglo ix y que compuso, según la tradicción, el
mismo Carlomagno. El pensamiento de enriquecer el oficio de Tercia en el día de
Pentecostés pertenece a San Hugo, abad de Cluny, que vivió en el siglo xi;
práctica que incluso la Iglesia romana la ha aceptado en su Liturgia. De aquí
viene que, aun en las iglesias en las cuales no se celebra el oficio canónico,
se canta al menos el Veni Creator antes de la misa de Pentecostés. En esta hora
tan solemne se recoge el pueblo fiel entre los acordes inspirados de este himno
tan tierno al mismo tiempo que impresionante; adora y llama al Espíritu de
Dios. En este momento, se cierne sobre todos los templos cristianos y desciende
sobre el corazón de aquellos que le esperan con fervor. Digámosle que necesitamos
de su presencia, y pidámosle que permanezca en nuestro corazón para no alejarse
jamás de él. Mostrémosle nuestra alma sellada con su carácter indeleble en el
Bautismo y Confirmación; roguémosle que cuide de su obra. Somos suyos. Dígnese
El hacer en nosotros lo que le pedimos, pero que nuestros labios lo digan con
sinceridad, y acordémonos que para recibir y conservar el Espíritu de Dios hay
que renunciar al mundo, porque Jesús ha dicho: "No podéis servir a dos
señores"
MISA
QUE SOLO PUEDE SER OFICIADA SEGÚN LAS RÚBRICAS DE LA IGLESIA, QUE CONDENAN
EL ACCIONAR IRREGULAR Y ACATÓLICO DE CONCILIARES DEL VATICANO II, THUCISTAS Y
LEFEBVRISTAS
Ha llegado
el momento de celebrar el santo Sacrificio. La Iglesia, llena del Espíritu
Santo, va a pagar el tributo de su agradecimiento, ofreciendo la víctima que
nos ha merecido tal don por su inmolación. El introito resuena con un esplendor
y una melodía sin par. Raras veces se eleva el canto gregoriano a tal
entusiasmo. Las palabras contienen un oráculo del libro de la Sabiduría que se
cumple hoy en nosotros. Es el Espíritu que se derrama sobre la tierra y que da
a los Apóstoles el don de lenguas como prenda inequívoca de su presencia.
INTROITO
El
Espíritu del Señor llenó el orbe de las tierras, aleluya: V/. el que lo
contiene todo, tiene la ciencia de la voz, aleluya, aleluya, aleluya.
— Salmo:
Levántese Dios, y sean disipados sus enemigos: y huyan, los que le odiaron, de
su presencia. V/. Gloria al Padre.
La colecta
expresa nuestros deseos en tan gran día. Nos advierte, además, que dos son los
dones principales que nos trae el Espíritu Santo: el gusto por las cosas de
Dios y el consuelo del corazón; pidamos que ambos permanezcan en nuestro
corazón par a que seamos perfectos cristianos.
COLECTA
Oh Dios,
que en este día intruiste los corazones de los fieles con la ilustración del
Espíritu Santo: haz que saboreemos en el mismo Espíritu las cosas rectas, y que
nos alegremos siempre de su consuelo. Por el Señor., en la unidad del mismo
Espíritu Santo.
EPISTOLA
Lección de
los Hechos de los Apóstoles. Al cumplirse los días de Pentecostés, estaban
todos los discípulos juntos en el mismo lugar: y vino de pronto un ruido del
cielo, como de viento impetuoso: y llenó toda la casa donde estaban sentados. Y
se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, y se sentó sobre cada uno
de ellos: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en
varias lenguas, como el Espíritu les hacía hablar. Y había entonces en
Jerusalén judíos, varones religiosos, de todas las naciones que hay bajo el
cielo. Y, corrida la nueva, se juntó la multitud, y se quedó confusa, porque
cada cual les oía hablar en su lengua. Y se pasmaban todos, y se admiraban,
diciendo: ¿No son acaso galileos todos estos que hablan? ¿Y cómo es que cada
uno de nosotros les oímos en la lengua en que hemos nacido? Partos, y Medos, y
Elamitas, y los que habitan en Mesopotamia, en Judea y en Capadocia, en el
Ponto y en Asia, en Frigia, y en Pánfila, en Egipto y en las regiones de la
Libia, que está junto a Cirene, y los extranjeros Romanos, y también los
Judíos, y los Prosélitos, los Cretenses, y los Árabes: todos les hemos oído
hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.
LOS GRANDES
SUCESOS DE LA HISTORIA. — Cuatro grandes sucesos señalan la existencia del
linaje humano sobre la tierra, y los cuatro dan testimonio de la bondad de Dios
para con nosotros. El primero es la creación del hombre y su elevación al
estado sobrenatural, que le asigna por fin último la clara visión de Dios y su
posesión eterna. El segundo es la encamación del Verbo, que, al unir la
naturaleza humana a la divina en la persona de Cristo, la eleva a la participación
de la naturaleza divina, y nos proporciona, además, la víctima necesaria para
rescatar a Adán y su descendencia de su prevaricación. El tercer suceso es la
venida del Espíritu Santo, cuyo aniversario celebramos hoy. Finalmente, el
cuarto es la segunda venida del Hijo de Dios, que vendrá a librar a la Iglesia
su Esposa y la conducirá con El al cielo para celebrar las nupcias sin fin.
Estas cuatro operaciones de Dios, de las cuales la última aún no se ha
cumplido, son la clave de la historia humana; nada hay fuera de ellas; pero el
hombre animal no las ve ni piensa en ellas. "La luz brilló en medio de las
tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron" ' Bendito sea, pues, el
Dios de misericordia que se dignó "llamarnos de las tinieblas a la admirable
luz de la fe"'. Nos ha hecho hijos de esta generación "que no es de
la carne y de la sangre ni de la voluntad del hombre, sino de la voluntad de
Dios". Por esta gracia, he aquí que hoy estamos atentos a la tercera de
las operaciones de Dios sobre el mundo, la venida del Espíritu Santo, y hemos
oído el emocionante relato de su venida. Esta tempestad misteriosa, estas lenguas,
este fuego, esta sagrada embriaguez nos transporta a los designios celestiales
y exclamamos: "¿Tanto ha amado Dios al mundo?" Nos lo dijo Jesús mientras
estaba sobre la tierra: "Sí, ciertamente, tanto amó Dios al mundo que le dio
su unigénito Hijo." Hoy tenemos que completar y decir: "Tanto han
amado el Padre y el Hijo al mundo, que le han dado su Espíritu divino."
Aceptemos este don y consideremos qué es el hombre. El racionalismo y el
naturalismo quieren engrandecerle esforzándose en colocar[1]le
bajo el yugo del orgullo y de la sensualidad; la fe cristiana nos exige la
humildad y la renuncia; pero en pago de ello Dios se da a nos[1]otros.
El primer verso aleluyático está compuesto por las palabras de David, en las
cuales se manifiesta el Espíritu Santo como autor de una creación nueva, como
el renovador de la tierra. El segundo es una oración por la cual la Iglesia
pide que
el Espíritu Santo descienda sobre sus
hijos. Se
reza siempre de rodillas.
ALELUYA
Aleluya,
aleluya, y. Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la
tierra.
Aleluya.
(Aquí se arrodilla.)
V/. Ven,
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles: y enciende en ellos el fuego
de tu amor.
Sigue la
secuencia, una pieza llena de entusiasmo a la vez que de ternura par a el que
viene eternamente con el Padre y con el Hijo y que establecerá su reino en
nuestros corazones. Es de Anales del siglo XIII y se atribuye con bastante
probabilidad a Inocencio III.
SECUENCIA
1. Ven,
Espíritu Santo,
Y envía
desde el cielo
Un rayo de
tu luz.
2. Ven,
Padre de los potares.
Ven, dador
de los dones,
Ven, luz
de los corazones.
3. Optimo
Consolador,
Dulce
huésped del alma,
Dulce
refrigerio nuestro.
4.
Descanso en el trabajo.
Frescura
en el estío,
En el
llanto solaz.
5. ¡Oh
felicísima Luz!
Llena lo
más escondido.
Del
corazón de tus fieles.
6. Sin tu
santa inspiración,
Nada hay
dentro del hombre,
Nada hay
que sea puro.
7. Lava lo
que está sucio,
Riega lo
que está seco,
Sana lo
que está herido.
8. Doma lo
que es rígido,
Templa lo
que está frío,
Rige lo
que se ha extraviado.
9. Concede
a todos tus fieles,
Que sólo
en ti confían,
Tu sagrado
Septenario.
10. Da de
la virtud el mérito,
Da un
término dichoso,
Y da el
perenne gozo.
Amén.
Aleluya.
EVANGELIO
Continuación
del santo Evangelio según San Juan. En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: Si alguien me ama, observará mis palabras, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y haremos nuestra morada cerca de él: el que no me ama, no
observa mis palabras. Y, las palabras que habéis oído, no son mías, sino de
Aquel que me envió, del Padre. Os he dicho esto, permaneciendo a vuestro lado.
Mas el Espíritu Santo Paráclito, que enviará el Padre en nombre mío, os enseñará
todo, y os sugerirá todo lo que yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy:
no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se asuste. Y
a me habéis oído deciros: Voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais
ciertamente porque voy al Padre: porque el Padre es mayor que yo. Y os lo he
dicho ahora, antes de que suceda: para que, cuando hubiere sucedido, creáis. Y
a no hablaré mucho con vosotros. Porque viene el príncipe de este mundo, y no
tiene nada en mí. Mas es para que conozca el mundo que amo al Padre, y, como me
lo mandó el Padre, así obro.
LA
HABITACIÓN DE LA TRINIDAD EN NUESTRA ALMA. — La venida del Espíritu Santo no
interesa solamente al género humano como tal, sino que todos y cada uno de sus
individuos está llamado a recibir esta visita, que en el día de hoy
"renueva la faz de la tierra" El designio misericordioso de Dios es
hacer una alianza individual con todos nosotros. Jesús sólo pide de nosotros
una cosa: quiere que le amemos y que guardemos su palabra. Con tal condición, Él
nos promete que su Padre nos amará y vendrá con El a habitar en nosotros. Pero
no es esto todo. Nos anuncia, además, la venida del Espíritu Santo, el cual,
por su presencia, completará la habitación de Dios en nosotros. La augusta
Trinidad hará como otro cielo de esta pobre morada, esperando que seamos
transportados después de esta vida a la mansión, en la cual podamos contemplar
a nuestro huésped divino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tanto han amado a
esta creatura humana.
EL
ESPÍRITU SANTO, DON DEL PADRE Y DEL HIJO JESÚS nos enseña más en este pasaje,
sacado del discurso que pronunció a sus discípulos después de la Cena, que el
Espíritu Santo que desciende hoy sobre nosotros es un don del Padre, pero del
Padre "en nombre del Hijo"; del mismo modo que en otro lugar dice
Jesucristo que "Él es quien enviará al Espíritu Santo" '. Estos modos
diferentes de expresión muestran la relación que hay entre las dos primeras
personas de la Santísima Trinidad y el Espíritu Santo. Este Espíritu divino es
del Padre, pero también del Hijo. El Padre le envía, pero también el Hijo le
envía, porque procede de ambos como de un solo principio. En este día de
Pentecostés, nuestro agradecimiento lo mismo se ha de dirigir al Padre que al
Hijo; porque el don que nos viene del cielo nos viene de ambos. Desde la
eternidad engendró el Padre al Hijo, y cuando llegó la plenitud de los siglos le
envió al mundo como su mediador y salvador. Desde la eternidad el Padre y el
Hijo produjeron al Espíritu Santo y en la hora señalada le enviaron a la tierra
para ser entre los hombres el principio de amor como lo es entre el Padre y el
Hijo. Jesús nos dice que la misión del Espíritu es posterior a la del Hijo,
porque convenía que los hombres fuesen iniciados en la verdad por El, que es la
Sabiduría. En efecto, no habrían podido amar a quien no conocían. Pero cuando
Jesús, consumada su obra y su humanidad se sentó a la diestra de Dios Padre, en
unión con el Padre envía al Espíritu divino para conservar en nosotros esta
palabra que es "espíritu y vida" 1 y preparación del amor. El
ofertorio está tomado del salmo LXII, en el cual David profetiza la venida del
Espíritu Santo para confirmar la obra de Jesús. El Cenáculo extingue todos los
resplandores del templo de Jerusalén: en adelante no habrá más que Iglesia
católica que no tardará en recibir en su seno a los reyes y a los pueblos.
OFERTORIO
Confirma,
oh Dios, esto que has obrado en nosotros: en tu templo, que está en Jerusalén,
te ofrecerán dones los reyes, aleluya. En presencia de los dones que va a
ofrecer y que descansan sobre el altar, la Iglesia pide en la Secreta que la
venida del Espíritu Santo sea para los fieles un fuego que limpie sus manchas y
una luz que ilumine su espíritu con entendimiento más perfecto de las
enseñanzas del Hijo de Dios.
SECRETA
Suplicámoste,
Señor, santifiques los dones ofrecidos: y purifica nuestros corazones con la
iluminación del Espíritu Santo. Por el Señor... en la unidad del mismo Espíritu
Santo.
PREFACIO
Es
verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todo
lugar, te demos gracias a ti. Señor santo. Padre omnipotente, eterno Dios: por
Cristo, nuestro Señor. El cual, ascendiendo sobre todos los cielos, y
sentándose a tu derecha, derramó (este día) sobre los hijos de adopción el
Espíritu Santo prometido. Por lo cual, todo el mundo, esparcido por el orbe de
las tierras, se alegra con profuso gozo. Y también las celestiales Virtudes, y
las angélicas Potestades, cantan el himno de tu gloria, diciendo sin cesar:
¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! La antífona de la comunión celebra el momento de la
venida del Espíritu Santo. Jesús se ha dado a sus fieles como alimento en la Eucaristía,
pero el Espíritu les ha preparado tal favor, y ha cambiado el pan y el vino en
el cuerpo y la sangré de la sagrada víctima. Él también les ayudará a conservar
en ellos el alimento que guarda las almas para la vida eterna.
COMUNIÓN.
— REALIZAR LA COMUNIÓN ESPIRITUAL, VERDADERA COMUNIÓN [1]
Vino de
pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso, donde estaban sentados,
aleluya: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, hablando las maravillas:
de Dios, aleluya, aleluya. Ahora que la Iglesia posee a su divino Esposo, le
pide en la poscomunión que el Espíritu Santo permanezca en el alma de sus
fieles, y al mismo tiempo nos revela una de las prerrogativas del Espíritu
Santo, quien, encontrando áridas e incapaces de fructificar a nuestras almas,
se transforma en rocío para fecundarlas.
POSCOMUNION
Haz,
Señor, que la infusión del Espíritu Santo purifique nuestros corazones y los
fecunde con la íntima aspersión de su rocío. Por el Señor... en la unidad del
mismo Espíritu Santo.
POR LA
TARDE INAUGURACION DE LOS SACRAMENTOS
El gran
día avanza en su carrera, y llenos del Espíritu Santo, como lo hemos sido en.
la hora de Tercia, no podemos hacernos extraños a los sucesos de Jerusalén. El
fuego que inundaba el corazón de los Apóstoles se ha comunicado a la
muchedumbre. El pesar de haber crucificado al "Señor de la gloria" ha
domado el orgullo de estos judíos que acompañaron a Jesús en el camino del dolor,
insultándole y maldiciéndole. ¿Qué les falta para ser cristianos? Conocer y
creer, después ser bautizados. De en medio del torbellino del Espíritu Santo
que les rodea, resuena la voz de Pedro y de sus hermanos: "El que fue
crucificado y que resucitó de entre los muertos es el propio Hijo de Dios
engendrado eternamente del Padre; el Espíritu que se manifiesta en este momento
es la tercera persona de la única y divina esencia." El misterio de la
Trinidad, de la Encarnación, de la Resurrección, resplandece ante los ojos de
estos discípulos de Moisés;- las sombras desaparecen para dar lugar al día
clarísimo de la nueva alianza. Y a ha llegado el día en que se cumpla la
predicción de San Juan Bautista pronunciada a las orillas del Jordán y de la
cual muchos se acuerdan: "Entre vosotros hay uno a quien vosotros no
conocéis, de quien no soy digno de desatar la correa de su sandalia. Yo os
bautizo en agua, Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego" Con
todo eso, este bautismo de fuego debe administrarse por el agua. El Espíritu,
que es fuego, obra por el agua, pues él mismo se ha llamado "fuente de
agua viva". El profeta Ezequiel había saludado de lejos este momento solemne
cuando expresaba de este modo el oráculo divino: "He aquí que derramaré
sobre vosotros agua pura y os limpiaré todas vuestras manchas y seréis purificados
de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo y pondré en medio de vosotros
un nuevo espíritu. Y quitaré de vuestro pecho ese corazón de piedra y os daré
un corazón de carne. Colocaré mi espíritu en medio de vosotros, y os haré ir
por la senda de mis mandamientos, y vosotros guardaréis mi ley; y seréis mi
pueblo y yo seré vuestro Dios"
EL
BAUTISMO. — La profecía era manifiesta y la hora en la cual venía el Espíritu
era la misma en la que el agua iba a manar. Hemos visto en Epifanía cómo este
elemento sobre el cual se cernía el Espíritu divino al principio del mundo
recibe contacto con la carne del Hijo de Dios y cómo la paloma une su acción
santificante a la del Hijo de Dios. Después hemos visto cómo la mano del Pontífice
introducía en la fuente bautismal el sábado santo un cirio encendido, figura de
Cristo, y oímos esta oración: "Descienda sobre esta fuente el poder y la
gracia del Espíritu Santo." Hoy la fuente purificadora extiende sus aguas
sobre Jerusalén; la mano de Pedro y sus hermanos sumergen en este elemento
sagrado a los hijos de Israel y tres mil son regenerados en estas aguas y
hechos cristianos. ¡Qué hermosos son estos nuestros padres en la fe, en quienes
veneramos las primicias del cristianismo! Más hermosos que los tres Magos que
vimos bajar gozosos de sus camellos y penetrar en el establo para depositar a
los pies del Rey de los judíos las místicas ofrendas de Oriente. Ahora se
cumplen todos los misterios; nosotros hemos sido redimidos, Jesús está sentado
a la diestra del Padre, el Espíritu Santo enviado por El acaba de llegar para
quedarse con nosotros hasta el fin de los siglos. He aquí porqué se abren las
fuentes de los Sacramentos. En este momento el Espíritu del Padre y del Hijo ha
levantado el primero de los sellos y el agua bautismal corre abundante para no
cesar hasta que haya regenerado al último de los cristianos que pase por la
tierra.
LA
CONFIRMACIÓN. — El Espíritu divino es el "don del Altísimo"; los
Apóstoles poseen este don; pero no lo deben retener sólo para ellos. Se abre
otro sello y la Confirmación comunica a los neófitos el Espíritu Santo que ha
bajado' al Cenáculo. Por el poder que les ha sido dado» Pedro y sus hermanos,
pontífices de la nueva alianza, comunican a estos hombres, por medio del
Espíritu Santo, la fortaleza que necesitarán para confesar a Jesús, cuyos
miembros serán para siempre.
LA MISA Y
LA EUCARISTÍA .— Pero los recién nacidos a la gracia no están divinizados bastante,
aunque están ya marcados con un doble carácter; les falta recibir a Cristo, que
instituyó los sacramentos, mediador y redentor que ha unido Dios a los hombres.
Tiene que levantarse un tercer sello, para que, actuando el nuevo sacerdocio
por vez primera por los Apóstoles, produzca a Jesús, Pan de vida, para que esta
multitud hambrienta guste de este maná, que alimenta no sólo el cuerpo como el
del desierto, "sino que da la vida al mundo". El Cenáculo, perfumado
aún con el recuerdo de lo que hizo Cristo la víspera de su Pasión, vuelve a
presenciar el prodigio de que fue testigo. Rodeado de sus hermanos, Pedro
pronuncia las palabras divinas que aún no habían pronunciado sus labios, y el
Espíritu de amor produce entre sus manos el cuerpo y la sangre de Cristo. Se ha
inaugurado el nuevo Sacrificio, que no cesará de ofrecerse todos los días hasta
el fin del mundo. Los neófitos se acercan para recibir de manos de los
Apóstoles el sagrado alimento que consuma su unión con Dios, por medio de Jesús
pontífice eterno según el orden de Melquisedec.
MARÍA EN EL CENÁCULO.— Pero no olvidemos que, en este
primer sacrificio ofrecido por Pedro asistido por sus compañeros en el
apostolado, también participa María de esta carne sagrada que ha tomado el ser
en su seno virginal. Abrasada por el fuego del Espíritu Santo que había venido
a confirmar en ella la maternidad para con los hombres que Jesús la había
confiado en la cruz, se une en el misterio de amor a su Hija amado que se ha
ido al cielo y la ha encargado el cuidado de la Iglesia naciente. En adelante
le recibirá todos los días hasta que también ella vaya al cielo para gozar
eternamente de su vista, prodigarle sus caricias y recibir las suyas. Qué dicha
la de los neófitos que merecieron acercarse a tal reina, la Virgen Madre, a
quien había sido dado el llevar en su seno castísimo al que era la esperanza de
Israel. Contemplaron el rostro de la nueva Eva, oyeron su voz y experimentaron
la confianza filial que inspira a los discípulos de Jesús. En otra época nos
hablará la Iglesia de estos afortunados neófitos; no hacemos aquí más que
recordar su dicha para demostrar cuán grande fue este día que vio el comienzo
de la Iglesia. La jerarquía eclesiástica queda constituida en Pedro, Vicario de
Cristo, en los Apóstoles y demás discípulos escogidos por Jesús. La semilla de
la palabra divina fue echada en buena tierra, el agua bautismal regeneró lo más
escogido de Israel, el Espíritu se les comunicó con su fortaleza, el Verbo les
alimentó con su carne, que es verdadera comida, y con su sangre, que es
verdadera bebida ', y María les recibió en sus brazos maternales cuando acababan
de nacer.
LOS DONES
DEL ESPIRITU SANTO
Debemos exponer
durante toda esta semana las diversas operaciones del Espíritu Santo en la
Iglesia y en el alma fiel; pero es preciso anticipar desde hoy las enseñanzas
que hemos de presentar. Siete días se nos han dado para estudiar y conocer el
Don Supremo que el Padre y el Hijo han querido enviarnos, y el Espíritu que
procede de ambos se manifiesta de siete formas a las almas. Es, pues, justo que
cada uno de los días de esta semana esté consagrado a honrar y recoger este
septenario de beneficios, por el que deben realizarse nuestra; salvación y
nuestra santificación. Los siete dones del Espíritu Santo son siete energías
que se digna depositar en nuestras almas, cuando se introduce en ellas por la
gracia santificante. Las gracias actuales ponen en movimiento simultánea o
separadamente estos poderes divinamente infundidos en nosotros, y el bien
sobrenatural y meritorio de la vida eterna es producido con el consentimiento
de nuestra voluntad. El profeta Isaías, guiado por inspiración divina, nos ha
dado a conocer estos siete Dones en aquel pasaje en que, al describir la acción
del Espíritu Santo sobre el alma del Hijo de Dios hecho hombre, al cual nos lo
representa como la flor salida del tallo virginal que nace del tronco de Jessé,
nos dice: "Sobre él descansará el Espíritu del Señor, el Espíritu de
Sabiduría y de Entendimiento, el de Consejo y el de Fortaleza, el Espíritu de
Ciencia y de Piedad; le llenará el Espíritu de Temor de Dios" Nada más
misterioso que estas palabras; pero se prevé que lo que estas palabras expresan
no es una simple enumeración de los caracteres del Espíritu divino, sino más
bien la descripción de los efecto que realiza en el alma humana. Así lo ha
entendido la tradición cristiana expuesta en los escritos de los antiguos
Padres y formulada por la Teología. La sagrada humanidad del Hijo de Dios encarnado
es el tipo sobrenatural de la nuestra, y lo que el Espíritu Santo obró en ella
para santificarla debe en proporción tener lugar en nosotros. Puso en el Hijo
de María las siete energías que describe el Profeta; los mismos dones están
reservados al hombre regenerado. Se debe notar la progresión que se manifiesta
en su serie. Isaías puso primero el Espíritu de Sabiduría, y concluye con el
Temor de Dios. La Sabiduría es, en efecto, como veremos, la más alta de las
prerrogativas a que puede estar elevada el alma humana, mientras que el Temor
de Dios, según la profunda expresión del Salmista, no es más que el principio y
el bosquejo de esta divina cualidad. Se entiende fácilmente que el alma de
Jesús destinada a contraer la unión personal con el Verbo haya sido tratada con
dignidad particular, de suerte que el don de Sabiduría tuvo que ser infundido
en ella de una manera primordial, y que el Don de Temor de Dios, cualidad necesaria
a una naturaleza creada, fue puesto en ella como un complemento. Para nosotros,
al contrario, frágiles e inconstantes, el Temor de Dios es la base de todo el
edificio, y por él nos elevamos de grado en grado hasta esta Sabiduría que une
con Dios en orden inverso al que Isaías puso para el Hijo de Dios encarnado, el
hombre sube a la perfección mediante los Dones del Espíritu Santo que le fueron
dados en el Bautismo, y restituidos en el sacramento de la reconciliación, si
tuvo la desgracia de perder la gracia santificante por el pecado mortal.
Admiremos con profundo respeto el augusto septenario que se halla impreso en
toda la obra de nuestra salvación y de nuestra santificación. Siete virtudes
hacen al alma agradable a Dios; por los siete Dones, el Espíritu Santo la
encamina a su fin; siete Sacramentos la comunican los frutos de la encarnación
y de la redención de Jesucristo; finalmente, después de las siete semanas de
Pascua, el Espíritu es enviado a la tierra para establecer y consolidar en ella
el reino de Dios. No nos admiremos de que Satanás haya tratado de parodiar sacrílegamente
la obra divina, oponiendo el horroroso septenario de los pecados capitales, por
los cuales procura perder al hombre que Dios quiere salvar.
EL DON DE
TEMOR
En
nosotros, el obstáculo para el bien es el orgullo. Este nos lleva a resistir a
Dios, a poner el fin en nosotros mismos; en una palabra, a perdernos. Solamente
la humildad puede librarnos de peligro tan grande. ¿Quién nos dará la humildad?:
el Espíritu Santo, al derramar en nosotros el Don de Temor de Dios. Este
sentimiento se asienta en la idea que la fe nos sugiere sobre la majestad de
Dios, en cuya presencia somos nada, sobre su santidad infinita ante la cual
somos indignidad y miseria, sobre el juicio soberanamente equitativo que debe
ejercer sobre nosotros al salir de esta vida y el riesgo de una caída siempre
posible, si faltamos a la gracia que nunca nos falta, pero a la cual podemos
resistir. La salvación del hombre se obra, pues, "en el temor y en el
miedo", como enseña el Apóstol pero este temor, que es un don del Espíritu
Santo, no es un sentimiento vil que se limitaría a arrojarnos en el espantoso
pensamiento de los castigos eternos. Nos mantiene en la compunción del corazón,
aun cuando nuestros pecados fuesen perdonados hace mucho; nos impide olvidar
que somos pecadores, que todo lo debemos a la misericordia divina y que sólo
somos salvos en esperanza. Este temor de Dios no es un temor servil; es, por el
contrario, la fuente de los más delicados sentimientos. Puede unirse con el
amor, porque es un sentimiento filial que detesta el pecado a causa del ultraje
hecho a Dios. Inspirado por el respeto a la majestad divina, por el sentimiento
de su santidad infinita pone a la criatura en su verdadero lugar, y San Pablo
nos enseña que, purificado de este modo, contribuye "a completar la
santificación" Así oímos a este gran Apóstol, que había sido arrebatado
hasta el tercer cielo, confesar que es riguroso consigo mismo "para no ser
condenado". El espíritu de independencia y de falsa libertad que reina
actualmente hace poco común el temor de Dios, y esa es la plaga de nuestros
tiempos. La familiaridad con Dios reemplaza a menudo a esta disposición
fundamental de la vida cristiana, y desde entonces todo progreso se detiene, la
ilusión se introduce en el alma y los Sacramentos, que en el momento del retorno
hacia Dios habían obrado con tanto poder, se hacen estériles. Es que el Don de
Temor de Dios se ha sofocado con la vana complacencia del alma en sí misma. La
humildad se ha extinguido; un orgullo secreto y universal ha paralizado los
movimientos de esta alma. Llega, sin saberlo, a no conocer a Dios, por el hecho
mismo de que no tiembla en su presencia. Conserva en nosotros, Espíritu divino,
el Don de Temor de Dios que nos otorgaste en el bautismo. Este temor asegurará
nuestra perseverancia en el fin, deteniendo los progresos del espíritu del
orgullo. Sea como un dardo que atraviese nuestra alma de parte a parte, y quede
siempre fijo en ella como nuestra salvaguardia. Abata nuestra soberbia y nos
preserve de la molicie, revelándonos sin cesar la grandeza y la santidad del
que nos ha creado y nos tiene que juzgar. Sabemos, Espíritu divino, que este feliz
temor no ahoga el amor; antes retira los obstáculos que impedirían su
desarrollo. Las Virtudes celestiales ven y aman al soberano Bien con ardor,
están embriagadas de él por toda la eternidad; con todo eso, tiemblan ante su
tremenda majestad, tremunt Potestates. ¡Y nosotros, cubiertos de las cicatrices
del pecado, llenos de imperfección, expuestos a mil ardides, obligados a luchar
con tantos enemigos, no hemos de sentir que es necesario estimular por un temor
fuerte y filial al mismo tiempo, nuestra voluntad que se duerme tan fácilmente,
nuestro espíritu al que rodean tantas tinieblas! preserva en nosotros tu obra,
divino Espíritu, el precioso don que te has dignado hacernos; enséñanos a conciliar
la paz y la alegría del corazón con el temor de Dios, según la advertencia del
Salmista: "Servid al Señor con temor, y os estremeceréis de gozo temblando
delante de él".
—DOM
PRÓSPERO GUÉRANGER, El Año Litúrgico, Primera Edición Española Traducida Y
Adaptada Para Los Países Hispano-Americanos Por Los Monjes De Santo Domingo De
Silos.
NIHIL
OBSTAT: F.R. FRANCISCVS SÁNCHEZ. 0. S. H. Censor ordinis.
IMPRIMATVR:
P. ISAAC M. TORIBIOS, Abbas Silensis, Ex Monasterio Sancti Dominici de Silos,
die 7.I.1953
[1] COMUNIÓN ESPIRITUAL,
VERDADERA COMUNIÓN: https://www.facebook.com/photo?fbid=381902818003537&set=a.235028616024292
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