DECIMOCUARTO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
DECIMOCUARTO DOMINGO
DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
MISA
QUE SOLO PUEDE SER OFICIADA SEGÚN LAS RÚBRICAS DE LA IGLESIA, QUE CONDENAN
EL ACCIONAR IRREGULAR Y ACATÓLICO DE CONCILIARES DEL VATICANO II, THUCISTAS Y
LEFEBVRISTAS
Mira, oh Dios, -protector
nuestro, y contempla el rostro de tu Ungido. Asi comienza hoy la Iglesia al
irse acercando al altar. La Iglesia es la Esposa del Hombre-Dios y su gloria;
pero el Esposo, dice San Pablo, es a la vez la imagen y la gloria de Dios y la
cabeza de la Esposas. Así que con toda verdad y como con plena seguridad de ser
oída, la Iglesia, al dirigirse al Dios tres veces santo, le ruega que contemple
al mirarla el rostro de su Ungido.
INTROITO
Mira, oh Dios, protector nuestro, y
contempla el rostro de tu Ungido: porque más que mil vale un día en tus atrios.
— Salmo: ¡Cuán amables son tus tiendas, oh Señor de los ejércitos! Mi alma
desfallece y suspira por los atrios del Señor. J. Gloria al Padre.
Las glorias futuras a
cuyo pensamiento la Iglesia salta de gozo, la dignidad de la unión divina que
ya desde este mundo la hace verdaderamente Esposa, no son obstáculos para que
deje de sentir la continua necesidad que tiene del socorro de lo alto. En un
solo instante de desamparo por parte del cielo vería que la humana fragilidad,
alejando a sus miembros de las virtudes que en la Epístola ensalza el Apóstol,
los arrastraría al abismo del vicio descrito en el mismo lugar. Pidamos con
nuestra Madre en la Colecta esa asistencia misericordiosa de cada momento que
nos es tan necesaria.
COLECTA
Suplicárnoste, Señor, custodies a tu
Iglesia con perpetua protección: y, pues sin ti desfallece la humana
fragilidad, haz que, con tus auxilios, se abstenga siempre de lo dañino y
tienda ^ lo saludable. Por Nuestro Señor Jesucristo.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola
del Ap. San Pablo a los Gálatas (Gal., V, 16-24).
Hermanos: Caminad en el Espíritu, y no
satisfaréis los deseos de la carne. Porque la carne codicia contra el espíritu,
y el espíritu contra la carne: porque ambas cosas se oponen mutuamente, para
que no hagáis cuanto queráis. Si sois guiados por el Espíritu, no estáis debajo
de la ley. Y manifiestas son las obras de la ley, que son: fornicación,
inmundicia, impudicicia, lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos,
celos, iras, riñas, disensiones, sectas, envidias, homicidios, embriagueces,
comilonas, y otras parecidas a éstas, contra las cuales os prevengo, como ya os
previne otra vez: porque, los que hacen tales cosas, no conseguirán el reino de
Dios. Y los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad. Contra
estas cosas no hay ley. Porque, los que son de Cristo, han crucificado su carne
con sus vicios y concupiscencias.
ESPÍRITU Y CARNE
En las líneas que
acabamos de leer, el Apóstol nos habla de la relación íntima que en nuestra
vida une a estos tres elementos: el Espíritu, la libertad, la caridad. San
Pablo, como a los Judíos, nos dice también a nosotros: no hay más que una ley, la
caridad. El que ama, cumple toda la ley. La ley no es más que la división de la
caridad. La caridad arroja fuera todo egoísmo, y por tanto, toda disputa, toda
rivalidad, toda división, todo lo que amenaza o arruina la alegría y la vida
cristiana.
Obedezcamos al Espíritu,
insiste el Apóstol, al principio interior de nuestra vida sobrenatural y
guardémonos de los instintos de la carne. Para él, la carne es el egoísmo, todo
el conjunto de disposiciones y tendencias que no se someten a la acción de
Dios. Es que llevamos en nosotros, aun después del bautismo y de nuestra
regeneración espiritual, un foco de deseos y de codicias opuestas al Espíritu
de Dios. Por eso, en nuestro interior existe un conflicto entre la carne, que
tiende a recobrar su antiguo imperio, y el Espíritu, que sostiene el suyo…,
conflicto que cesa tan sólo en el instante en que, rehechos en Nuestro Señor
Jesucristo, nos dejamos guiar por el Espíritu y cuando todas las obras del
egoísmo pierden su atractivo para nosotros.
Las obras de la carne,
dice, son las que proceden del amor egoísta: …en el reino de Dios no hay lugar
para los que a ellas se entregan. Pero es cosa fácil reconocer los frutos del
Espíritu. Estos frutos son obras santas, sanas, vivas, que el Apóstol designa
con el nombre de “frutos”, no sólo porque son el producto final de nuestra
actividad sobrenatural sino también porque se realizan con alegría, y porque
Dios y nosotros gustamos su dulzura y percibimos su provecho. Son frutos que
nos unen a Dios y nos hacen descansar en El; que nos ponen en regla con el
prójimo, que nos ayudan a guardar el dominio de nosotros mismos en medio de los
diversos acontecimientos.
“Ahora bien, los que son
de Cristo, los que forman parte de Cristo por el bautismo, dieron muerte a su
carne y a su anterior vida adámica juntamente con sus deseos, sus tendencias y
sus codicias. Fueron elevados a un orden nuevo, donde el principio de su vida
es el Espíritu de Dios. No tienen que hacer otro esfuerzo que el de que
continúe muerto lo que fué herido de muerte el día de su bautismo, y, viviendo
del Espíritu, obrar en todo y dejarse guiar por el Espíritu”.
La Iglesia canta en el
Gradual la alegre confianza que puso en el Señor, su Esposo. En el versículo
aleluyático invita a sus hijos a regocijarse como ella en Dios su
Salvador.
GRADUAL
Mejor es confiar en el
Señor que confiar en el hombre. V. Mejor es esperar en el Señor que esperar en
los príncipes.
Aleluya,
aleluya. V. Venid, alabemos al Señor, cantemos jubilosos a Dios, nuestro
Salvador. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo
Evangelio según S. Mateo (Mt., VI, 24-33).
En aquel tiempo dijo Jesús a sus
discípulos: Nadie puede servir a dos señores: porque, o tendrá odio al uno y
amará al otro, o se adherirá al uno y despreciará al otro. No podéis servir a
Dios y a mammón. Por tanto, os digo: No se angustie vuestra alma por lo que
habéis de comer, ni vuestro cuerpo por lo que habéis de vestir. ¿No vale el
alma mucho más que la comida, y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves
del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros: y vuestro Padre
celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de
vosotros, preocupándose, podrá añadir a su estatura un codo? ¿Y por qué os
preocupáis del vestido? Contemplad cómo crecen los lirios del campo: no
trabajan, ni hilan. Pero yo os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se
vistió jamás como uno de ellos. Pues, si Dios viste así al heno del campo, que
hoy es y mañana es arrojado al horno: ¿Cuánto más (lo hará) con vosotros, (hombres)
de poca fe? No os angustiéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos,
o con qué nos cubriremos? Porque todo eso lo buscan los gentiles. Pues vuestro
Padre celestial sabe que necesitáis todas esas cosas. Así que buscad primero el
reino de Dios, y su justicia: y todas esas cosas se os darán por
añadidura.
LAS TRES CONCUPISCENCIAS
La vida sobrenatural,
para llegar a su pleno desarrollo en las almas, tiene que triunfar de tres
enemigos que San Juan ha llamado concupiscencia de la carne, concupiscencia de
los ojos y orgullo de vida Acabamos de ver, en la Epístola del día, el
obstáculo que opone el primero de estos enemigos al Espíritu Santo y la manera
de vencerle; la humildad (y sobre ella la Iglesia ha llamado más de una vez la
atención en los Domingos precedentes) es la destrucción del orgullo de la vida.
El Evangelio que acabamos de leer tiene por objeto la concupiscencia de los
ojos, o sea, el apego a los bienes de este mundo, que no tienen de bienes más
que la falsa apariencia.
EL BUEN USO DE LAS
RIQUEZAS
“Nadie, dice el
Hombre-Dios, puede servir a dos señores”; y estos dos señores de quien habla
son Dios y Mammón, o sea, la riqueza. Y no es que la riqueza sea mala en sí
misma. Adquirida legítimamente y empleada según la voluntad del supremo Señor,
sirve para ganar los verdaderos bienes, y amontonar por adelantado en la patria
eterna los tesoros que no temen a los ladrones ni a la polilla Aunque la
pobreza sea la hidalguía de los cielos desde que el Verbo divino se desposó con
ella, incumbe una gran función al rico, puesto en nombre del Altísimo para
hacer útiles las diversas porciones de la creación material. Dios tiene a bien
encomendar a sus cuidados el alimento y vestido de sus más amados hijos, de los
miembros pobres y pacientes de su Ungido; le llama a ser apoyo de los intereses
de su Iglesia y promotor de obras que le merezcan la salvación; le confía el
esplendor de sus templos. ¡Dichoso y digno de toda alabanza es el que de ese
modo ordena directamente a la gloria del Creador los frutos de la tierra y los
metales que encierra en su seno! No tema: no se habrán pronunciado para él los
anatemas que con tanta frecuencia salieron de la boca del Hombre-Dios contra
los ricos y afortunados del mundo. No tiene más que un amo: el Padre Celestial,
de quien se confiesa humilde mayordomo. Mammón no le domina; antes tiene él a
Mammón por esclavo y sujeto al servicio de su celo. El cuidado que pone en
administrar sus bienes según la justicia y caridad no lo condena el Evangelio,
ya que aun entonces obedece a la palabra de Jesucristo de buscar primero el
reino de Dios. Por sus manos pasan las riquezas en obras buenas sin distraer
sus pensamientos del cielo, donde está su tesoro y su corazón. EL MAL
USO DE LAS RIQUEZAS
Ocurre todo lo contrarío
cuando a las riquezas no se las considera ya como un simple medio sino como fin
de la existencia, hasta el punto de descuidar y a veces olvidar por ellas
nuestro último fin. Los caminos del avaro roban su alma, dice el Espíritu Santo2.
Y es que, en efecto, como explica el Apóstol a su discípulo Timoteo, el amor al
dinero precipita al hombre en la tentación y en los lazos del diablo por el
tumulto de deseos perniciosos y vanos que engendra; le hunde cada vez más en el
abismo, hasta hacerle vender su fe si es necesario8. Y, con todo eso, el avaro,
cuanto más amontona, menos gasta. Guardar su tesoro celosamente, contemplarle4,
pensar sólo en él cuando le es preciso ausentarse, en eso tiene puesta toda su
vida; su pasión se convierte en idolatría. Y Mammón, en efecto, ya no es sólo
para él un señor; es un Dios ante , quien el avaro, inclinado día y noche,
sacrifica amigos, parientes, patria y a sí mismo, consagrando su alma a su
ídolo y arrojándole aún en vida, dice el Eclesiástico, sus propias entrañas 1.
No nos admiremos de que el Evangelio represente a Dios y a Mammón como a
rivales irreconciliables; ¿Quién sino Mammón ha visto a Dios en persona
sacrificado por treinta monedas de plata sobre su altar? ¿Hay acaso algún ángel
caído cuya gloria espantosa brille con más siniestro fulgor debajo de las
bóvedas infernales, que el demonio del interés, autor de la venta que entregó
al Verbo eterno a los verdugos? El deicidio está a cuenta de los avaros; su
miserable pasión, que califica el Apóstol de raíz de todos los males2, reclama
para sí legítimamente el crimen más grande que el mundo ha cometido.
LECCIÓN DE CONFIANZA
Pero, sin llegar a los
excesos que hicieron decir a los autores inspirados de los libros de la antigua
alianza: “No hay nada más criminal que el avaro, nada más malvado que amar el
dinero”8, es fácil dejarse arrastrar, respecto a los bienes de este mundo, por
un celo exagerado que sobrepase al que la prudencia permite. El Creador, que
cuida de los pájaros del cielo y de los lirios del campo, ¿se olvidará de
alimentar y de vestir al hombre, para quien fueron criados los lirios y los
pájaros? Y, sobre todo, desde que el hombre puede decir a Dios: Padre, la
inquietud que condena la sola razón, sería en los cristianos una injuria para
aquel de quien son hijos. Su ruindad de alma merecería el desamparo del Señor
de todas las cosas. Por el contrario, si, correspondiendo a su nobleza de raza,
buscan ante todo el reino de Dios, cuya corona poseerán en la verdadera patria,
los bienes del valle del destierro, en la medida útil al viaje que los conduce
al cielo, les están asegurados en la palabra expresa del Señor.
El Ofertorio, como las
otras partes de esta Misa, expresa todo él confianza. El jefe de las milicias
de Dios, el arcángel San Miguel, cuya fiesta está ya cerca y a quien la Iglesia
invoca todos los días en la bendición del incienso en este momento del
sacrificio, ¿no está pronto a defender a los que temen al Señor?
OFERTORIO
El Ángel del Señor acampa en torno de los
que le temen, y los librará: gustad y ved cuán bueno es el Señor. En la Secreta
pedimos que la hostia ofrecida sobre el altar purifique nuestra alma por su
virtud y haga que el poder divino se nos muestre favorable.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor,-hagas que esta hostia
saludable nos alcance la purificación de nuestros pecados y la propiciación dé
tu potestad. Por Nuestro Señor Jesucristo.
COMUNIÓN.
— REALIZAR LA COMUNIÓN ESPIRITUAL, VERDADERA COMUNIÓN [1]
Buscad primero el reino
de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura, dice el Señor.
Pureza cada vez mayor, protección
del cielo y perseverancia final, tales son los preciosos frutos de la
frecuentación de los misterios. Consigámoslos, rogando con la Iglesia en la
Poscomunión.
POSCOMUNIÓN
Purifíquennos siempre, oh Dios, y nos
defiendan tus Sacramentos: y lleven a efecto en nosotros la obra de la
salvación eterna. Por Nuestro Señor Jesucristo.
— DOM
PRÓSPERO GUÉRANGER, El Año Litúrgico, Primera Edición Española Traducida Y
Adaptada Para Los Países Hispano-Americanos Por Los Monjes De Santo Domingo De
Silos.
NIHIL
OBSTAT: F.R. FRANCISCVS SÁNCHEZ. 0. S. H. Censor ordinis.
IMPRIMATVR:
P. ISAAC M. TORIBIOS, Abbas Silensis, Ex Monasterio Sancti Dominici de Silos,
die 7.I.1953
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